Durante las dos últimas semanas, en la ruta migratoria canaria han fallecido cerca de 90 personas. Sólo en junio, 2.687 migrantes llegaron a las Islas de manera irregular en pateras y cayucos. Fueron 2.341 hombres, 2013 mujeres y 140 menores. Es, de lejos, la cifra más alta durante un mes en lo que va de 2022. ¿Casualidad? Difícil pensar eso con un vecino como Marruecos, con unas elecciones generales a la vuelta de la esquina y con un posible cambio de gobierno en España. Los intereses geopolíticos, con el Sáhara Occidental en el centro del tablero, vuelven a tener más valor que una, diez, cien o mil vidas.
El problema de la inmigración, problema por mucho que entre algunos sectores de la izquierda no quieran admitir la cuestión, pilla de lleno a Canarias. Obviamente, por una cuestión geográfica. Pero también por la ejecución de una política despreciable por parte de la Unión Europea y aceptada por España. Durante los últimos tres años, justo desde la crisis provocada por el coronavirus, desde Bruselas y Madrid se impuso la idea de convertir el Archipiélago en una cárcel donde quedaran retenidos todos los migrantes africanos que alcanzaran las costas de las Islas repitiendo el modelo de Lampedusa o Moria.
Lecciones de la historia
Canarias, en materia de inmigración, parece menos España, parece menos Europa. El mensaje que llega desde Madrid y desde Bruselas es el de la insolidaridad: aquí quedan retenidos los migrantes —en condiciones, muchas veces, infrahumanas— y aquí quedan tutelados los menores. El resto de comunidades autónomas y estados miran para otro lado porque el problema, a la hora de la verdad, se ve mucho mejor a miles de kilómetros. Esa apuesta nos lleva a todos camino del colapso si convertirmos un paraíso en un mal sueño. Ahora, dentro de poco o más adelante. Lo sufrió el emperador Valente en Adrianópolis y lo estamos viendo ahora con la Quinta República Francesa. Al tiempo.