Son las diez de la mañana en la calle de Triana de Las Palmas de Gran Canaria. Navidad de 2022. Las luces navideñas apagadas parecen andamios de sueños, restos de fiestas olvidadas. La noche enseña siempre otra ciudad, la esconde con sus brillos y sus decorados; pero las mañanas lavan la cara del neón y de los escaparates iluminados. Me gusta hablar con los viejos que se sientan en los bancos. Muchos de ellos miran otra calle, su memoria inventa otro escenario y recitan nombres olvidados. Uno de ellos dice que hubo un año en el que los tres Reyes Magos estaban dibujados grandiosamente en cartón en los tres pilares de la ya desaparecida Ferretería Las Columnas, entre las fachadas modernistas de Munguía y Matula. Otro hombre me recuerda espejos de ayer mismo, los que estaban en la Librería Rexachs. Fuimos muchos de los que nos miramos de soslayo en aquellos espejos antes de una primera cita en el cine o en el parque de San Telmo. Les pido que recuerden nombres, tiendas y escaparates y se van corrigiendo unos a otros a medida que empieza esa alineación de la memoria: Cine Triana, Machín, Rivero, Arencibia, Ezquerra, Quesada, Sánchez de la Coba, con unos bastones que todos te tratan de dibujar con la mímica intuitiva de las manos, o Cárdenes, donde cuentan que se vendían corbatas de seda y trajes de tela inglesa. Yo hablo con ellos y luego sigo caminando y me paro justo enfrente a la Librería del Cabildo, en la calle Cano. Siempre he mirado hacia ese local: es distinto; por su olor, por el recuerdo de tantas zapaterías de infancia y, sobre todo, por las albardas que casi siempre están en la puerta. Lo regenta Mario Torres García, el último guarnicionero de la zona, alguien que te mira serio, y que te observa de arriba abajo antes de empezar a contar, y cuando comienza a contar su vida y su negocio ya se le iluminan los ojos y se vuelve niño de repente, porque ese negocio, realmente, lo soñó un niño de diez años mucho antes de que él lo abriera.
Su abuelo, Antonio Torres Fleitas, tuvo en ese inmueble, que está casi en la esquina con la calle Travieso, una relojería, y luego su tío, Agustín Torres Trujillo, también estuvo otros cuarenta años entre relojes y cadenas, y más tarde empezó a arreglar muñecas, por lo que a este local se le conoció en aquellos años como “la clínica de las muñecas”. Con el paso del tiempo, llega Mario y abre una tienda de regalos antes de unirse con su hermano Fernando, que luego emprendió otro negocio en Telde, para abrir una zapatería. Cuando Mario Torres ya se quedó solo, fue cuando le enseñaron las técnicas tradicionales para coser el cuero y cuando Antonio Torres, el Piñero, el gran guarnicionero que había en la isla, le legó toda su sapiencia y sus mejores secretos artesanos.
Pero la historia empieza mucho antes, cuando a los díez años, en unas vacaciones en Tuineje, en Fuerteventura, se hace amigo de un niño majorero al que le cambia una escopeta de balines por un burro. Apareció en la casa de veraneo con aquel burro que quería traerse a la finca en la que vivía, que estaba a la entrada de San Roque, en Las Palmas. Pero antes cuenta que nunca olvidará el día en que acarició el primer caballo. Tenía cinco años y estaba en la plaza de Santa Ana. Dice que desde ese día ya supo que su vida estaría cerca de esos animales, que su atracción fue algo innato, casi indescriptible y que, con los años, ha podido cumplir su sueño y tener siempre caballos, y además especializarse en todos sus aparejos, en los correajes y en los albardones, hasta convertirse en el guarnicionero más conocido de la isla. Pero esta historia tiene un final cercano porque el próximo mes de julio, Mario se jubilará y desapacerá de la zona de Triana esa estampa reconocible, casi tan reconocible como las luces navideñas de estas noches de diciembre.
La multa a la albarda
Mario prepara las albardas tradicionales de los burros con palos, telas de sacos de papas, jergas de centeno y tela de sacos de azúcar por la parte de abajo. En todos estos años ha tratado de mantener esa tradición cambiando lo que no encontrara, reinventando, pero no alejándose nunca de esa recreación artesana y ancestral. También hace lo mismo con los albardones de los caballos, pero en ese caso ya utiliza el cuero y da más rienda suelta a su vena creativa. Cuenta que hace pocos años, vino un policía local y le multó la albarda de burro que tiene siempre delante de su negocio de la calle Cano. Te habla y no deja de acariciar esas albardas multadas por los reglamentos de la burocracia que debería premiar lo que no afea el paisaje urbano y lleva tantos años deteniendo nuestras miradas y recordando un oficio artesano cada vez más alejado de las aceras de las ciudades, con esa paciencia con la que Mario remienda zapatos o cose albardas o albardones que luego pasearán los burros y los caballos por los campos de la isla. También nos enseña una fotografía de Presumido, el caballo con la albarda mejor trabajada y con el que recorre los campos cada fin de semana.
Me alejo de la zona de Triana a media mañana en dirección a Vegueta. Paso junto a la casa Galdós e imagino al escritor más universal de nuestras letras llevando unos zapatos o mirando alguna de esas albardas con las que subiría a los burros en la finca familiar de Los Lirios. También se puede llegar a ver a Domingo J. Navarro entrando y saliendo de cualquiera de esos negocios que ya casi no quedan en la capital grancanaria. Los viejos de los bancos hablan de ley de vida, del paso del tiempo y de esta voraz carrera hacia delante en la que los burros nos observan con su prodigiosa inteligencia. En el otoño del próximo año, que está a la vuelta de la esquina, ya no estará en la calle Cano el último guarnicionero de la isla. Pasen estos días y guarden todos los detalles que puedan para que más adelante nosotros podamos contar, desde cualquier banco de Triana, el olor y la belleza de esas albardas que todavía podemos tropezarnos en la calle. Acariciar una albarda es casi como hacer un viaje en el tiempo. Uno imagina a Unamuno camino de Artenara sobre una de esas albardas. También se llega a ver la sombra de todos los que recorrieron senderos casi intransitables mucho antes de que llegáramos nosotros.