El sol guarda la memoria. Todo lo que vivimos. Lo saben las montañas dormidas y tal vez las otras vidas que no concebimos. Cada atardecer es un regreso. No somos capaces de vernos, pero el alma sí reconoce la luz que el pensamiento no distingue algunas veces. Uno se deja llevar por los colores de la tarde y sabe que siempre fueron así las despedidas, y que no hay despedida que no se asome a la luz en otra parte, en otra orilla, porque a la hora en que nosotros atardecemos, otros amanecen siguiendo el rastro de otras luces y otros comienzos.
Casi todo el año, entre las prisas, los compromisos y el despiste de las pantallas, nos olvidamos de mirar al cielo, y corremos como orates desorientados de su destino. El ocaso necesita silencio, o viento, o el rumor de las olas que suenan un poco más fuerte, como si quisieran orientar el vuelo de las gaviotas que también aparecen a esa hora para celebrar la fiesta de un día más de vida en el planeta. Cuesta encontrar silencio últimamente para contemplar los atardeceres. Donde llega el cemento siempre hay un iluminado que monta un chill out con gin tonics de colores y ese falso oropel que hace que la gente deje de viajar hacia sus adentros y confunda la eternidad con el chunda chunda, supuestamente relajante, ibicenco o californiano, que les hace sentirse más modernos en los atardeceres. No hacen falta alforjas para el camino de ningún presente, solo tener despiertos los cinco sentidos en lo que se observa para ver si logramos que aparezcan lo otros sentidos dormidos en el bullicio ensordecedor de nuestros días.
El silencio nos interroga y nos pone delante de nuestro espejo, y también los ocasos son metáforas de nuestra propia existencia, y las hojas secas y las mudas de las aves cuando silencian su canto, y lo es el océano cada vez que resuena en las playas o en la memoria de la infancia. Pero hace tiempo que los humanos se han conjurado para evitar ese éxtasis diario que solo requiere la presencia de uno mismo mirando al mar o a las estrellas. Ni siquiera vemos ya la caída de las estrellas fugaces que hace años iluminaban las mismas costas que ahora están llenas de parpadeantes luces de neón por todas partes. Y si caminas lejos, donde crees que ya no te va a molestar nadie, de repente aparece alguien con un altavoz en la mano o enciende el estruendo de su coche-discoteca en el otro lado de la montaña. Gritan, beben, saltan y el sol va cayendo lentamente detrás de ellos, porque le dan la espalda, como mismo traicionan a la propia razón de su existencia. Pero qué serenidad, en cambio, cuando llegas a alguna playa o algún acantilado y te encuentras a muchas personas silenciosas mirando al horizonte y no perdiendo detalle de cada matiz del cielo y de cada una de las sensaciones que nos regala el pensamiento cuando dejamos que se confunda con la naturaleza.