¿Qué significa ser de la Unión Deportiva Las Palmas? La pregunta puede parecer materia extemporánea un día como hoy, justo cuando el club celebra su 75 aniversario. Una vida tan duradera, para un equipo de fútbol, sólo se entiende porque detrás hay pasión y un marcado sentimiento de pertenencia. Esa mezcla es más valiosa que todas sus victorias juntas. Sin embargo, por eso mismo, creo que la cuestión es más pertinente que nunca, justo en un momento global en el que los que manejan el negocio intentan convencernos de que el juego —siempre popular— es más industria que otra cosa.
Bill Bryson, un periodista estadounidense, explica en su maravilloso libro El cuerpo humano (Guía para ocupantes) que "el ADN es extremadamente estable. Puede durar decenas de miles de años. Hoy es lo que permite a los científicos llegar a conocer la antropología del pasado más remoto. Probablemente, nada de lo que el lector posee en este momento —ni una carta, ni una joya ni una preciada reliquia familiar— seguirá existiendo dentro de mil años, pero casi con toda certeza su ADN seguirá estando en algún sitio, y podría recuperarse simplemente si alguien se tomara la molestia de buscarlo. El ADN transmite información con una fidelidad extraordinaria: sólo comete un error aproximadamente por cada mil millones de letras copiadas".
De generación en generación
El día que leí ese párrafo no pensé en un laboratorio repleto de científicos empeñados en diseccionar la cadena de ADN de alguien en busca de secretos que explicaran su comportamiento y las costumbres de la tribu de la que desciende. No me pregunten por qué, pero con esas líneas entendí un poco mejor qué significa ser de la UD Las Palmas: es un amor que se transmite de generación en generación en el núcleo celular. No le busquen más sentido al tema. No intenten comprender ciertos comportamientos —en esto, hasta los más cabales, le dan permiso a cierto punto de irracionalidad—. Es ahí, justo en el ácido desoxirribonucleico, donde se cobija un ardor que nos lleva en un viaje de vuelta hasta nuestro yo más primitivo para bailar alrededor del fuego.
La Unión Deportiva es, en definitiva, entrar de la mano de tu padre al Estadio Insular por primera vez en 1984; llevar a tu hijo de la mano, también por primera vez, al Estadio de Gran Canaria casi 40 años después de aquel primer día; acompañar al abuelo a su último partido sin saber que esa escena no se repetirá; comerse en el descanso el bocadillo que te hizo tu madre; escuchar, primero en un viejo transistor, las narraciones de Segunda Almeida y luego, ya con unos auriculares inalámbricos, saltar por los diales en busca de Francis Matas y Ruymán Almeida; lucir la bufanda que le compraste a Fernando El Bandera hace mil años antes de un partido de Copa contra el Barça porque estás seguro que funciona como un amuleto; viajar con amigos a San Sebastián con el fútbol como excusa; vestir en ocasiones especiales una vieja camiseta Puma de los 90 que guardas como un tesoro; admirar una vieja foto con la plantilla del ascenso del 85 en la barra de un bar; el recuerdo de un beso en plena celebración en la Plaza de la Victoria...
Todo eso, las vivencias que uno imprime en sus celulas, se transmite en el ADN y las generaciones que vienen lo heredan. No hay mucho más que le pueda dar sentido a esta maravillosa locura que es ser de la UD Las Palmas. Porque aquí no estamos sólo por los triunfos y los días de gloria. Si buscáramos eso, viviríamos la monotonía de seguir a Real Madrid o FC Barcelona. Y todos sabemos que ganar siempre, todos los días y a todas horas, es de horteras. Esto no es una cuestión de amasar títulos, es más de sentir, de piel con piel, de cercanía, de hermandad, de belleza. Como a Miguel Ángel —Buonarroti, el artista renancentista; no confundir con el genio de Tamaraceite— somos más de David que de Goliat. La UD Las Palmas es una cuestión de familia.
Cuestión de esperar
Es cierto que todo lo que rodea a la pelota se parece cada día más a lo que quieren los propietarios de los clubes, compañías que se han convertido en multinacionales que celebran la facturación en millones y no tanto los goles. Es así, en buena parte, también porque lo hemos aceptado sin rechistar: un fin de semana pagamos 90 euros por una entrada, al otro nos gastamos 80 euros en una camiseta para un niño y un día acabamos apoquinando 100 euros para ver la Liga y la Champions por televisión. Acatamos eso y ahora tenemos un deporte secuestrado por el dinero en el que los aficionados hemos mutado en consumidores.
Pero ante esa realidad tampoco hay que agachar la cabeza y aceptarla como un mantra inamovible. Es cuestión de esperar. Ya se sabe que la soberbia siempre precede a la caída. Transformado en producto de masas, el juego es más predecible, se corren menos riesgos —el parné suele ser cobarde— y se convierte en un espectáculo mediático de consumo rápido, de apenas cinco minutos, para ver los detalles más atractivos y generar polémica. Pero esa fórmula tiene la mecha corta porque es artificial, no tiene nada que ver con esa carga emocional que pasa de padres a hijos en el ADN. Cuando todo eso desaparezca, cuando esa burbuja explote, aquí al final seguiremos los mismos: los que sabemos qué significa la UD Las Palmas. La familia amarilla. El dinero va y viene, pero una pasión es una pasión. El que no entienda eso, no entiende nada.