Bianca pinta el suelo de Triana desde hace años. Sus figuras tienen una perspectiva y un clasicismo que parece que por la noche se van a esconder en el subsuelo de la calle para volver a mostrarse al día siguiente. La gente pone algo de dinero cuando pasa, pero a veces no hay suerte y solo los niños se detienen hipnóticos ante la belleza que ella va improvisando.
Vivir del arte es una odisea, sobre todo del arte callejero; pero también debe ser una liberación diaria: crear pausadamente, compartir lo que se crea en el momento en que se está coloreando, y marcharte luego a casa sabiendo que la obra es muy probable que ya no esté al día siguiente. Bianca Milasic cumple con su destino, crea algo que no existía antes y además embellece un suelo cada vez más deteriorado y más sucio. Cuando no está, mucha gente pisotea lo que ella ha creado. Los que sabemos de su trabajo, y conocemos el lugar en el que se coloca cada día desde hace años, tenemos mucho cuidado para no pasar por encima de sus pinturas, ni siquiera cuando estas, después de un par de días, casi ni se ven entre las baldosas desgastadas. Alguna vez hablo con ella, aunque a Bianca lo que le gusta es hablar con las niñas y los niños que miran fijamente las formas y las caras que salen de sus manos pacientes. Los turistas le hacen foto y los jubilados se entretienen desde un banco viéndola dibujar en silencio como esas pintoras que encuentras en los grandes museos tratando de recrear lo que hicieron otros mucho antes.
Uno no sabe qué se va a encontrar en la calle Triana después de que pinta Bianca, y cuando no está, cuando no pinta, todo parece un poco más desolado, como si a nuestros pasos les faltara algo, esa sensación de que al mirar hacia abajo, lejos de encontrar un abismo, a uno se le aparece el atisbo mágico y sanador del arte. Cuando ella no está, si he visto a un vivales, que se coloca cerca de sus creaciones con un pequeño paño y una tiza para que le den monedas. Ese cuco se aprovecha de la creación ajena para engañar a los que pasan y no conocen a Bianca, sobre todo a los extranjeros. Él sonríe cuando ellos se quedan mirando, y después de que le dedican un wonderful o un lovely, le ponen dos o tres euros en la mano, que para el vivales es pan caído del cielo. Son muchos los que viven así del trabajo y el talento ajeno, los que pisan la moqueta de los grandes hoteles, sin haber dado un palo al agua en su vida, pero a esos caraduras, que son cada vez más y que además se multiplican, les caen paladas de euros diarias por jugar a la mentira.
Cada dos por tres, vuelvo a releer El impostor de Javier Cercas, la historia de ese personaje que fue capaz de engañar a todo el planeta haciéndose pasar por una víctima de los campos de concentración nazi. Son muchos los impostores que se mueven ahora mismo por todas partes sin que nos demos cuenta de su incapacidad y de su falacia. Los otros, los que salen cada día al trabajo y han de pelear duramente para llegar a fin de mes, y no digamos para pagar un techo donde cobijarse, los ven llevándose el dinero de lo que no hacen, dando lecciones, o sentando cátedra, porque como buenos impostores son, sobre todo, pícaros, hijos literarios de Quevedo o de Luis Vélez de Guevara, como aquel diablo cojuelo que levantaba los techos de Madrid para descubrir la impostura de la vida diaria. Pero me quedo con la cara de felicidad de Bianca cada vez que la veo pintando, abstraída y como fuera de este planeta malsano, sabiendo que la vida, al fin y al cabo, no es más que un trazo, la estela de un cometa, y que rozar la belleza, aunque sea efímera y luego pisoteada, es un camino sabio, un oasis en medio de tanto desierto virtual y mediático.