Las Palmas de Gran Canaria es una ciudad con poca sombra, con pocos árboles, y encima cada dos por tres cae alguna de las palmeras centenarias que pintaron Oramas o Felo Monzón, o aquellas que tenemos presente en nuestra memoria más necesaria. La última palmera cayó en San Telmo hace unas semanas, y deberíamos honrar a una palmera cuando cae después de muchos años sabiendo capear los vientos. La palmera es nuestro junco, la que se dobla y también sigue en pie, enhiesta y altiva, desafiando al tiempo y a sus circunstancias.
En esa foto que saqué hace unos días no estaba un pequeño árbol que han plantado esta semana justo al lado de la Catedral, pero sí estaría el tronco que estaban talando en la Alameda de Colón el jueves por la mañana, justo a la misma hora en que plantaban el árbol casi a la altura de la calle Espíritu Santo. Ya sé que eso no es nunca noticia de portada, pero los anillos de esos árboles que caen llevan la memoria de un tiempo en el que nosotros apenas ocupamos un par de círculos con nuestras supuestas vivencias importantes. Tampoco es noticia ese perro de la foto que no se separa nunca del hombre al que acompaña. Los veo pasar muchas veces a mi lado, y contemplo la solemne lealtad de ese pequeño dios de cuatro patas que siempre sabe más de lo que creemos y que intuye nuestros pasos mucho antes de que nos pongamos en marcha. No sabe de dinero, ni de comodidades, y es leal a quien le cuida aunque duerma bajo un puente o recorra la ciudad como un penitente siguendo la sombra de su dueño y de su carro.
Donde saqué la foto, hace sólo un par de semanas que se pueden ver los bustos que están a la derecha de la imagen. Llevaban tapados por las ramas de unos arbustos que no sé quién eligió poner justo ahí desde hacía más de un año. Entre los tapados estaba el busto en bronce del imaginero guiense José Luján Pérez del escultor Santiago Vargas Jorge, un hombre al que admiro y quiero por su talante artístico y humano. Ahora ya se pueden ver todos los bustos, el de Santiago Vargas, y también las creaciones de Eugenio Correa Rijo que representan –según datos de la web municipal– a Manuel Verdugo Albiturría –primer obispo de la Diócesis de Canarias nacido en las Islas–, a Fray Juan Bautista de Cervera –fundador del Seminario Conciliar de Canarias y de las Reales Sociedades Económicas del Archipiélago–, a José de Viera y Clavijo –canónigo y arcediano de Fuerteventura, máximo exponente del Movimiento Ilustrado en Canarias– y a Diego Nicolás Eduardo –canónigo racionero y arquitecto de la Catedral de Las Palmas de Gran Canaria– .
El perro camina junto a las figuras de quienes ya no están entre nosotros, lo hace lentamente, manso, sereno, y ni siquiera se acerca a oler a los otros perros que pasan a su lado, ni se detiene junto a la estela de los perros de la Plaza de Santa Ana. Nunca los he seguido más allá de donde alcanza mi mirada cuando me los tropiezo en cualquier calle de Las Palmas. Como la suerte de muchos árboles, uno entiende que su destino depende de la vida o de aquella Providencia de la que escribía Juan Rulfo en Diles que no me maten –"La Providencia, Justino, ella se encargará de ellos"–. Y la Providencia, para ese hombre, quizá sea el perro que le acompaña a todas horas, su amigo fiel, su sombra más leal, y tal vez los únicos ojos que le aman.