El mar es tan poético como profético, tan evocador como aterrador, de ahí viene la vida, todo lo que somos, lo que puede saber la ciencia de nosotros, y lo que nosotros, los que hemos crecido viéndolo a diario, inventamos en los horizontes que de niños creíamos que no acababan en ninguna parte. Hay quienes no han visto nunca el mar, o quienes lo ven por vez primera cuando suben a una patera o a un cayuco, sin saber nadar, creyendo que es como un río que se cruza de una ribera a la otra, sin tener conciencia de que el mar, a veces, no termina más que en el fondo de quienes navegan para siempre en un olvido de pecios y de anónimas burbujas.
Hace tiempo que ese mar que vemos los canarios dejó de ser un lugar de ensueño y de aventuras literarias. No solo lo contaminamos y lo agujeramos buscando petróleo y ese coltán que acabará delimitando las fronteras de la codicia y la especulación financiera, no solo maltratamos a las especies que nadan hace miles de años por sus aguas, sino que ahora también lo hemos convertido en un gran cementerio en el que mueren seres humanos cada semana. En las noticias, como sucede con las guerras, hace tiempo que solo aparecen las cifras, los datos asépticos de quienes fallecen. No se cuentan sus historias, ni sus dramas, ni tampoco sus miedos cuando se adentran en la nada del océano. Quizá dentro de unos años, los que sobrevivieron, o sus hijos o nietos, consigan transmitir ese horror. Lo único que preocupa es cómo desviar a otro lugar a quienes llegan después de surcar esos mares de miedo en la noche, solo eso, convertirlos en cifras, olvidar que huyen de guerras y de sequías, de carencia de esperanzas, que buscan lejos como han buscado siempre los humanos, por supervivencia, porque no tienen más tiempo que su tiempo, y más que vida que su vida y la de quienes dependen de ellos.
Esta última semana llegó un cayuco con cadáveres a Brasil. Muchos otros están enterrados en el Atlántico, y nadie busca sus restos, no importan, porque de alguna manera es como si no hubieran existido nunca. Cualquiera de nosotros podría haber ido en ese cayuco lleno de muertos. Uno de ellos tuvo que ver morir al resto. Se irían muriendo poco a poco. No los tiró al agua. Navegó a la deriva con sus muertos a bordo. No sabemos si habían recorrido juntos medio continente o si se habían conocido unos días antes de subir a bordo o en la misma travesía. El destino final sí les unió para siempre. No conocemos sus edades, ni si eran hombres o mujeres, ni tampoco su nacionalidad. Cuando uno muere deja de tener nombre, nacionalidad y sueños. Sí es verdad que fue noticia ese pequeño barco a la deriva que siguió navegando solo para enseñarnos sus muertos en la orilla de otro continente, pero no creo que rueden películas con su historia, ni que escriban novelas o cuentos. Tampoco habrá nadie que siga el rastro de sus procedencias. Seguirán siendo números en ese cementerio de desesperanza en que se ha convertido el océano Atlántico. Yo me imagino la fe ciega del último de ellos, el sueño de la orilla o del barco que lo salvara casi exhausto. Pero no dejaron nada escrito. Tampoco había fotografías, ni estaban los talismanes que debían de protegerlos. No tuvieron suerte. Y nosotros hace tiempo que hemos acorazado el alma. Tampoco tenemos suerte con quienes estamos siendo. Cuando te acerques el mar trata de escucharlos. Resonarán entre las olas de nuestras propias conciencias.