Uno se escondía tras una careta y un disfraz improvisado, como si escribiera a mano su propia vida, letra a letra, reinventando una biografía cuando no sabíamos lo que significaba esa palabra. El Carnaval duraba unas horas en las calles de mi pueblo, sacábamos vestidos viejos del cuarto de los trastos de las abuelas y buscábamos un palo, una talega o una cesta para los huevos y la careta para ocultarnos. Pedías que te reconocieran cambiando la voz y tus gestos, como mismo escribimos ahora las novelas, ocultándonos en los personajes que creemos que vamos inventando en cada argumento.
Ahora los carnavales, como casi todo, son canales que vamos pasando en la tele, imágenes que apenas reconocemos o que teniendo lugar en la misma ciudad que habitamos podrían acontecer en Berlín o en Río de Janeiro. Pero esa necesidad de ser otro venía de muy atrás, de muy lejos, de cuando el ser humano empezó a mirarse en los charcos o en los primeros espejos y quiso esconderse para jugar a mirar la vida con otros ojos. Hace muchos años que no me disfrazo. En los disfraces de ahora ya no hay caretas y sí mil pistas para que reconozcamos a quien está debajo del diseño. El juego no era desaparecer, o sorprender con los ropajes, el juego era poder mirar como quien se asoma por una rendija a la vida para verla sin que nos vieran, era el sueño de los invisibles o de los que quieren quedarse para siempre donde nadie los vea.
¿Me conoces, mascarita? Eso se lo pregunto yo ahora al que ya no se parece a aquel niño de diez años que corría por los adoquines de su pueblo. Y uno se mira como si la cara fuera una careta y como si la vida fuera una mentira, porque uno sigue jugando a veces a la ocultación de la materia, sin darnos cuenta de que los disfraces ocultan la piel, no lo que está dentro, y que solo esconden lo que los otros miran . Ya no pedimos nada, ni llevamos ningún palo para defendernos. Nos ponemos ropas y asumimos roles como nos disfrazábamos cuando éramos niños. También recuerdo que todo terminaba con una cruz en la frente el Miércoles de Ceniza. No enterrábamos sardinas, ni salíamos en carrozas a recorrer las calles, ni bailábamos ritmos estruendosos. Alguien dibujaba una cruz de ceniza en tu frente y se terminaba la fiesta hasta el año siguiente. Todo eso acontecía ayer mismo, aunque cuando uno lo escribe parece que está hablando de un mundo mágico y lejano o del siglo diecinueve. Un niño con careta y luego una cruz en la frente, y así seguimos, cíclicamente, de la fiesta a la ceniza, Eros y Tánatos, Don Carnal y Doña Cuaresma.