Como muchas novelas. Como la vida. Nos contamos in media res. En mitad del camino que no conocemos todavía. Siempre tenemos el pasado para narrarnos y sorprendernos, porque la mirada al ayer es un plano largo en el que aparecen caras, vivencias y paisajes que ya solo existen en nuestro pensamiento, una recreación de sensaciones y recuerdos por las que viajó Marcel Proust para hacer la novela de la vida, la ficción de lo que ya no es presente; pero que se mantiene vívida e intensa como esos argumentos que nunca decaen y que van ganando a medida que los vamos leyendo.
De in media res en adelante nos tenemos que contar desde la intuición de quien no sabe nada, poniendo palabras a lo que luego el azar transforma en lo que casi nunca esperábamos. Decía Cortázar que una novela era ese gran combate que libra el escritor consigo mismo. Lo vivido es un argumento recreable, inventado muchas veces desde la mentira necesaria que ni siquiera reconocemos, y sublimado cuando toca sublimarlo para volvernos dioses en el recuerdo y en la palabra, los dioses que no somos cuando tenemos que lidiar con nuestras orteguianas circunstancias, casi siempre tan prosaicas y tan malhadadas que nublan todo lo poético que tenemos delante. Solo desde la lejanía, desde el paisaje de los años que han pasado, uno se asombra como debemos asombrarnos del milagro milimétrico de la existencia, y de todo lo que tuvo que acontecer para llevarnos a donde nos ha llevado la vida como si fuera una taracea de teselas extrañas que luego cobran sentido cuando las observas juntas, y “qué descanso y qué paz,/si tú consigues/ aceptarlo ya todo/ tal como va viniendo”, que es como lo escribe José Corredor-Matheos en los poemas sabios de Al borde, un libro para leer y releer hasta que lleguemos a ese mar de nuestros adentros en el que duerme el agua serena del alma.
El tiempo vuela, claro que vuela y que pasa, por eso es tiempo y por eso se nos va de las manos si tratamos de contarlo. Incluso ese tiempo que perdemos sin darnos cuenta, el de las estupideces que leemos a diario de quienes nos gobiernan como si fuéramos idiotas que nos vamos creyendo todas sus imaginativas campañas, las de unos y las de otros, porque se conoce que todos, gobernantes y opositores, cuando mueven las manos en los debates televisados, van a las mismas clases de telegenia y a las mismas tiendas a comprar los titulares con los que esperan aparecer al día siguiente como nuevos Castelares, o como si fueran Cherteston o Churchill, sin darse cuenta de su puerilidad, aunque es probable que se den cuenta y que lo que buscan sea justamente eso, que nos demos cuenta nosotros de que somos unos zotes, unos pisaverdes y unos totorotas a merced de sus telediarios. Que qué es la genialidad, no lo sé, no me atrevo a definirla, buscaría un par de greguerías de Gómez de la Serna, o sí, voy a copiar dos pequeños textos del argentino Macedonio Fernández: “Al concierto de piano de la señorita López faltó tanta gente que si llega a faltar uno más no cabe”, o este otro, “¿Y usted cuánto mide, don Macedonio? Señora, tengo la estatura suficiente para llegar al suelo”. Eso para mí es la genialidad, no me pidan que la defina, es la misma que destila Pepe Farruqo cuando tengo la suerte de que ilustre una de estas columnas que voy escribiendo a vuelapluma, dejándome llevar, sin saber que llegaría a Macedonio de la mano de Cortázar, estando tan lejos Macedonio y Cortázar, Horacio y Catulo, Cervantes y Teresa de Ávila, de toda esa pequeñez creativa de quienes nos gobiernan y de todos esos portentos que les escriben las ideas que ellos pregonan creyendo que están tirando abajo las puertas del Parnaso con el eco de esas dos frases que estuvieron ensayando delante del espejo, con el pelo qual piuma al vento, para que la mentira no parezca mentira, para que la pobreza no parezca pobreza, para que la inmigración no parezca inmigración, y también para que la ciudad sucia no parezca tan sucia como la vemos cuando salimos cada día a la calle.