Las mejores aventuras acontecen en nuestros adentros, los viajes más inolvidables, el cruce del pasado y el presente, todo lo que el pensamiento nos brinda cuando nosotros le brindamos la atención que merece. Solo hace falta concentración y silencio, a veces un papel o una pantalla, y siempre nos sorprendemos porque el viaje jamás se repite, ningún viaje, a una ciudad o a nuestros recuerdos. Nunca somos los mismos, y por ahí, quizá, comiencen todas las reglas de ese juego de la imaginación o de los cuentos.
Donde siempre viajo lejos es en el fondo del océano, con unas gafas y un tubo, como aprendí de pequeño siguiendo el rastro matemático y cuántico de un cardumen o el color de las fulas y los gueldes. Estos días he vuelto a ese silencio abisal y necesario de las aguas, lejos del ruido de la orilla, donde solo se escucha la sutileza cristalina del agua como si fuera un eco de esquirlas del tiempo rozando la piel del universo.
Uno se siente en casa en esas profundidades de rocas y de peces, como si regresáramos al líquido amniótico y diéramos vueltas y más vueltas sin conocer los libros o los coches, o los mapas y los colegios, como esas esporas que navegan con la memoria de las mareas, y que éramos nosotros hace millones de años, antes de que saliéramos a la superficie para ver lo que había más allá de las aguas, como queremos salir ahora para buscar vidas más allá de las estrellas.
Uno no pensaba en esas trascendencias cuando se sumergía con doce o trece años. En ese momentos solo reconocíamos un viaje distinto y placentero al que ya no queríamos dejar de volver nunca. Nos olvidamos casi todo el año; pero cuando llega el verano y tenemos las gafas y el tubo, uno sabe que sí hay un camino de regreso a la calma. La encontramos en el burbujeo que van deando las viejas y los lebranchos, o en esa estrella de mar que dormita en el fondo como si fuera un reflejo de otra estrella que brillara al mismo tiempo en lo más alto del cielo.