Un nuevo año es siempre una frontera. El cambio de un número altera todos los resultados, aunque lampedusianamente la vida siga siendo la misma. Uno se imagina en los años setenta del siglo pasado y recuerda lo que suponía el año 1999, o mucho antes aquel 1984 de Orwell en el que creíamos que llegaría el apocalipsis, como luego creímos que llegaría el apagón en el 2000 o la Odisea de Stanley Kubrick en el 2001. Es verdad que el 2024 casi lo podríamos comparar con aquel temido 1984, aunque quien sí que no se equivocó fue el gran Asimov vaticinando Internet y las Inteligencias Artificiales que hemos creado para luego terminar confundidos y dominados por las máquinas.
Uno es el barco que llega a puerto y también quien lo observa desde la orilla. Nos arrastra el azar de no saber quién nos amarró al noray de estos tiempos y también podemos emprender el viaje cada día quebrando ese destino que se supone que nos correspondía por designio matemático o divino, o por ese juego de dados con el que se entretiene el universo cada día. Este 2025 se sigue presentando complicado y peligroso para los humanos. Supongo que siempre ha sido así, pero el poder autodestructivo que tenemos ahora mismo, con el armamento nuclear, el caos informático e informativo, y el daño irreparable que le hemos hecho al planeta, hacen que cada nuevo año lo celebremos como si acabáramos de recorrer la ciénaga de los Buendía. Los barcos siguen entrando y nosotros seguimos viéndolos llegar iluminados cuando arriban al Puerto de La Luz al filo del amanecer. Podemos subirnos en cualquiera de ellos y emprender una nueva vida.
También sabemos que existen justamente porque los vemos, y que en cualquiera de ellos vamos y venimos sin saber que nos estamos viendo ir y venir desde el malecón de la Avenida Marítima. Ese salto cuántico es literario, como el espejo de Alicia y como el que Stendhal colocaba en los caminos para contar siempre la vida como si fuera otra, para así poder entendernos a nosotros mientras vivimos, navegando y leyendo luego desde los libros todas las travesías; pero mucho antes de que los barcos lleguen al puerto y de que nosotros los veamos, ya los ha visto el acantilado de Faneque, como ha visto llegar y salir tantos destinos. Siempre que puedo, me acerco a relativizar mi mirada ante su inmensa presencia elevándose desde la orilla. Hace un par de días, lo miré desde Tirma, y allí seguía como antes de que nosotros empezáramos a ponerle números a los años que él ha visto pasar como mismo nos ve partir, y tal vez llegar con otras vidas, cada vez que miramos hacia arriba sin entender ni el viaje, ni la orilla.