Las esquinas no tienen nombres de ciudades. Son giros del destino que vamos transitando sin darnos cuenta de que todo puede cambiar al doblar la calle, mucho más allá de lo que tenemos delante. Puede venir caminando una persona que cambiará nuestro destino o una patineta que atropellará nuestro cuerpo andariego, puede aparecer alguien que no vemos hace tiempo o quizá aparezca el recuerdo de quien ya no vive, pero que se hace presente en nuestra memoria al descubrir una luz en una fachada o un cielo que también nos hace doblar esquinas todo el tiempo sin que nos demos cuenta.
La vida sigue lejos de las esquinas que nosotros recorremos. Casi nunca nos damos cuenta de lo crucial que es siempre un camino, cualquier camino, todas las calles. Al doblar la esquina, se te puede ocurrir el argumento que llevas rebuscando en tu subconsciente desde hace años o es posible que te sorprenda el canto de un pájaro como si lo escucharas por vez primera, porque realmente un pájaro cuando canta lo hace siempre por vez primera si nosotros lo estamos escuchando. Esa esquina de la fotografía está en Vegueta y es la una de la tarde. Pocas veces se verá esa esquina sin nadie caminando un día entre semana a esa hora. Así estuvo a esa hora muchos días hace cuatro años. Entonces seguían cantando los pájaros, pero el azar ya no era para nosotros sino para los fantasmas que no vemos y que a lo mejor siguen caminando resguardados en el eco de los pasos que aún resuenan entre los adoquines de la calle. Nosotros también somos fantasmas cuando nos alejamos de los caminos o de las ciudades por los que vamos pasando, y cuando recordamos nos convertimos en seres de ficción, en sombras del tiempo.
Al doblar la esquina cambia luz y cambia la corriente del aire que te acaricia el semblante o te despabila cuando la realidad te arrastra por tantas cosas sin importancia. Uno se puede detener y dar la vuelta, y no doblar esa esquina que tenemos delante, o podemos imaginar, si ya conocemos lo que está detrás, todo lo que podemos encontrarnos sin necesidad de movernos; pero si te quedas quieto corres el riesgo de perder el paso de tu propia presencia, siempre transitable, siempre en movimiento, todo el rato sorprendiéndonos con sus altibajos, sus subidas y sus caídas inevitables, con todo ese movimiento, como el de nuestro cuerpo, para que el que son necesarios todas las urdimbres de la existencia, cada átomo y cada partícula de la materia, cada flor que mueve el viento, cada hoja del árbol que está cayendo, cada nacimiento y cada muerte, toda esa matemática que va trazando silencioso el universo.
Uno también puede darse la vuelta, y cuando te das la vuelta también estás doblando la esquina de tu suerte, jugando en otro parte, mientras el otro sigue caminando hacia delante. A lo mejor vamos caminando y nos vamos quedando al mismo tiempo, en el haz de esa luz en la que no vemos a nadie. Hay más trascendencia en la esquina que doblamos que en las páginas de los diarios que nos están contando una vida que queda lejos y que se empeñan en que la vivamos como si fuera la nuestra, cuando la nuestra no es más que la calle que vamos transitando, el olor del pan que llega de lejos, el músico callejero que toca la guitarra más allá de la esquina. Esa música que suena ahora mismo tiene vida propia, esa canción de Cat Stevens, antes de ser Yusuf, remueve muchas nostalgias, y hace que uno se aleje con el pensamiento de lo que tiene delante. Todo eso puede suceder en un pequeño espacio si te fijas por donde vas pasando, si caminas buscando un argumento del que escribir luego, una imagen que te oriente cuando estás delante de una página en blanco, porque una página en blanco también es una esquina que uno dobla sin saber qué palabras nos acabarán contando.