Estaban a diecisiete kilómetros de Maspalomas y a diecisiete noches del Día de Reyes. Dibril tenía entre diez y doce años. Bira dieciocho. Los dos murieron por hipotermia. Ha soplado un viento frío estos días en Canarias y el océano está revuelto, con muchas olas. Esas olas mojaban el cayuco y ese viento congelaba la cara, la espalda, los pies y también el alma. Ese viento quebraba esperanzas y mató a otras dos personas en esa ruta de muerte silenciosa que es el Atlántico que separa el continente africano de Canarias.
A las pocas horas de morir Bira y Dibril el pasado 20 de diciembre ya nos habíamos olvidado y andábamos preocupados porque un tal Munuera y una cosa extraña y fría llamada VAR quitó un penalti clarísimo a la Unión Deportiva y no pitó falta en la jugada con la que el Athletic le gana al equipo amarillo en el último segundo del descuento. Los titulares de esa noche hablaban de pasada, como si fueran escritos por esa Inteligencia Artificial que algún día igualará fríamente las noticias de las guerras y los goles, de la muerte de ese niño y de ese joven. También de una reunión entre Feijóo y Pedro Sánchez y de las terminaciones que más iba a jugar la gente en la lotería de Navidad. La vida es así, y las noticias, y el olvido de una tragedia que no nos importa porque no tiene apellidos reconocibles aunque haya acontecido a escasos kilómetros de una playa en la que nos hemos bañado muchas veces, allá, abajo en el Sur, como dice el canto, junto a la arena rubia de Maspalomas.
Mi hija tiene la edad de Dibril. Y yo tuve los sueños de Bira cuando tenía dieciocho años. Veo a mi hija dormir y me pregunto por el mundo que le espera, temeroso del caos y de la falta de criterio y de mirada hacia el futuro de quienes nos gobiernan y de quienes toman las decisiones importantes. Ya Dibril no conocerá ese mundo que llegará algún día. Pienso en sus padres, en sus hermanos, en sus miedos: no decían en ningún lado si iban con él en el cayuco. Tal vez Dibril era su única esperanza, el sueño de unos estudios, de la comida, el camino que no acabe en un precipicio, en una guerra o en un campo desértico.
Tampoco cuentan si Bira venía solo o con otros compañeros de viaje; pero sí me lo imagino cuando miro a los ojos de todos los jóvenes africanos que me tropiezo por las calles de Las Palmas de Gran Canaria. Hace unos meses, vi a otros jóvenes afganos colándose en los trenes nocturnos de Eslovenia y de Italia. También coinciden las muertes de Bira y de Dibril con los acuerdos europeos sobre emigración, como si fuera posible algún acuerdo que evitara la salida del hambre, de la miseria y de la falta de futuro; como si a nosotros, si viviéramos lo que viven ellos, nos pudiera detener una frontera, un océano o unas leyes que también pudo haber redactado esa Inteligencia Artificial que acabará gobernándonos como en el 84 de Orwell, porque 1984 sólo era un número azaroso como los de la lotería. Ya nosotros casi somos replicantes insensibles que no nos damos cuenta de que Blade Runner cada día es menos ciencia ficción y más real que la vida que nos cuentan por todas partes. A Bira le hubiera encantado conocer la noche de Reyes y amanecer con algún regalo inesperado en su zapato. A Dibril se le hubieran abierto de par en par los ojos si se hubiera visto paseando sin hambre entre las luces navideñas de Triana. No decían tampoco dónde serán enterrados. Brindemos nosotros por la felicidad y por el nuevo año. Cada día, y me incluyo, somos más insensibles ante quienes sufren, mueren en las guerras o quedan como pecios olvidados en los fondos de océanos tan asesinos como abisales.