Días de exámenes

No podemos pretender aprobar ante todo el mundo. Eso está claro que no va unido a ningún destino

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En la imagen, un grupo de alumnos afronta una prueba de la EBAU. / JUAN CARLOS CAVAL-EFE
En la imagen, un grupo de alumnos afronta una prueba de la EBAU. / JUAN CARLOS CAVAL-EFE

Estos días son de exámenes y de solsticios, de nervios y de hogueras, y también de ecos lejanos de las primeras fiestas que anticipan el verano. En las bibliotecas, te encuentras a los estudiantes que se examinan de la EBAU como nosotros nos examinamos hace años de Selectividad, la primera gran prueba que iba a determinar buena parte de nuestros destinos. 

Uno cree que los exámenes finalizan cuando termina la carrera o los estudios que emprende, pero los exámenes los seguimos haciendo cada día, o los hacen los otros sin que nosotros les demos permiso. Aquellos nervios, la espera de las notas y el éxito o el fracaso de las pruebas las vamos repitiendo sin darnos cuenta a lo largo de nuestra existencia. No sirvieron de nada muchos de aquellos conocimientos que memorizamos, las fechas, las fórmulas y los textos interminables con nombres de reyes lejanos o definiciones que, si acaso, ayudaron a mejorar nuestra capacidad retentiva. Sólo recordamos lo que nos emocionó o lo que entendimos, y fueron pocas las herramientas que nos dieron para lo que luego nos íbamos a ir encontrando en la vida. La deslealtad, la mentira, el triunfo del mediocre que se arrima al árbol que tenga más sombra o lo injusto de tantas circunstancias no aparecían en aquel manual en el que te contaban que el esfuerzo sería siempre premiado, así como la honradez, la verdad y la excelencia. No son buenos tiempos para enseñarle a nuestros hijos esos valores en los que algunos seguimos creyendo a pesar de tanta desidia y tanta decepción. Porque lo que uno aprende, después de que nadie le examina, es que esos exámenes nos los hacemos a diario nosotros mismos en nuestros entornos más cercanos. También vamos descubriendo que todos servimos para algo y que no vales menos por no sacar buenas notas en todas las asignaturas de la vida. 

Esos nervios por las calificaciones que pueden determinar el desarrollo de una vocación, nos acercan a nuestras conciencias y hacen que nos preguntemos si realmente estamos haciendo todo lo que queríamos cuando teníamos dieciocho años. La resiliencia, por ejemplo, no la aprendimos con aquellas teorías, ni la capacidad para improvisar nuevos caminos cuando parece que todo se va cerrando a nuestro paso. El examen, en un momento dado, lo tienes que sacar de tu vida para que el esfuerzo, la vocación y el tiempo sean tus aliados insustituibles. No podemos pretender aprobar ante todo el mundo. Eso está claro que no va unido a ningún destino. Quien sigue el rastro de su intuición ha de saber que los exámenes se aprueban contra uno mismo, o contra aquel al que enseñaron que todo era recompensa y furor competitivo. Llega un momento en que uno sólo quiere preservar su sonrisa y tratar de vivir en armonía con quienes ama. Todo los demás aprobados te empiezan a dar un poco lo mismo. Y no hay que olvidar que ya llegamos aquí compitiendo en una carrera alocada contra miles de espermatozoides que no lograron su objetivo. Dejar de correr como pollos sin cabeza. Quizá sea esa quietud del mar cuando está en calma el único objetivo.