Podríamos decir que es instintivo y hasta lógicamente humano. Se celebran las victorias y se esconden las derrotas, sobre todo cuando son colectivas y se busca el abrazo multitudinario o la explosión de júbilo delante de esas pantallas gigantes que instalan por todas partes para que no saltemos solos en nuestras casas. Estos días lo hemos visto con la victoria de España en la Eurocopa. Nadie quiere que termine la fiesta. Todos buscan las rearfimación de una supuesta alegría que realmente se queda en nada cuando pasan quince o veinte minutos y ya dejamos de ser los niños que volvimos a jugar en el patio del colegio. Porque quien juega es cada uno de nosotros, quien canta el gol y también quien marca el penalti decisivo. Si no fuera así y racionalizáramos el fútbol y sus negocios no se acercaría nadie a ver un partido.
Pero ya digo que el partido debería terminarse cuando pita el árbitro. Así era antes. Llevaban la copa a la patrona, al patrón, al alcalde, a la alcadesa, al rey, a la reina, y luego veíamos las fotos, pero ya con lejanía, empezando a construir la nostalgia, mitificándola, para recrearla cada cual a su manera, reviviéndola como una magdalena proustiana cuando llegara el momento, rememorando con quiénes estábamos y también todos esos detalles que son los que quedan cuando pasan los años, tanto en el éxtasis como en la desolación.
Otra cosa es esperar que jóvenes que apenas leen nos hablen como si fueran Castelares, que bailen como Fred Astaire o que canten como Bruce Springsteen. Todas esas celebraciones deberían dejarlas para fiestas privadas, para karaokes desafinados y para los chistes malos de los que se creen chistosos en la euforia sin darse cuenta del ridículo que están haciendo. Como dicen los que saben de fútbol, lo que pase en el campo hay que dejarlo en el campo, y también lo que acontezca en el césped, lo que nos ha hecho vibrar y lo que recordaremos siempre. Todo lo demás desmitifica la euforia y vuelve burdo lo que creíamos importante.
Esa moda viene de cuando Pepe Reina, un portero que no jugaba nunca pero que se creía el rey del chou, se quiso convertir en Joaquín Prats pero todavía con más casposidad hortera, como mismo ha sucedido hace unos días en todas esas imágenes que aparecen por todas partes con los desplantes, los gritos, los saltos y todo lo que nos enseñan, hasta grabaciones en los vestuarios saltando como micos en las camillas de los fisios. Con el paso de los días, esas imágenes aparecen más veces que los golazos decisivos o que los regates casi imposibles de Yamal o Williams, al fin y al cabo dos jóvenes como fuimos jóvenes cualquiera de nosotros a los que no les puedes pedir que te canten la Pasión según San Mateo o te cuenten el arjé de la fisis en un ágora de sabiduría con frases en latín o en griego. Son futbolistas y el fútbol hay que dejarlo dentro del terreno de juego, pero ya digo que eso era antes de que fuera un gran negocio que hay que alargar como aquellos chicles que ya no sabían a nada y que nos empeñábamos en que siguieran teniendo el azúcar bazoka de cuando nos los metíamos en la boca. Lo que encontramos luego es un chicle insípido, un ridículo que busca ganar audiencias y el riesgo de que tiremos del pedestal a quienes se han subido a él por sus méritos a la hora de darle patadas a un esférico, que es como llamaban los clásicos a ese balón que protagoniza mil batallas. Dejemos que se hagan grandes como Schiaffino y Ghiggia cuando silenciaron Maracaná. Si Ghiggia y Schiaffino se hubieran puesto a bailar, a cantar y a hacer el payaso en los escenarios no serían lo que son para los uruguayos y para los que nos gusta el fútbol solo por lo que acontece en el campo.