El calor es la sensación de un recuerdo de verano, el calor casi insoportable que nos llevaba a bañarnos a la playa o que sacaba las sillas a las calles antes de que aparecieran los aires acondicionados; pero también es una suma de imágenes, de fiestas, de mares y de amigos que luego desaparecían como las aves migratorias. Sí aparecen grandes ciudades y pequeños pueblos, calles interminables y plazas recoletas en las que buscábamos sombra contándonos la vida que creíamos que iba a durar siempre.
Ahora el verano aparece en cualquier época del año, pero cuando llega julio o se asoma agosto y el sol nos persigue en todas las aceras, uno siente a veces, sobre todo cuando cae la tarde y refresca en la memoria y en el alma, como si pudiera regresar a cada una de aquellas sensaciones entre el apartamento y la playa, y es entonces cuando reviven quienes ya no están hace tiempo junto a nosotros buscando un hueco para poner la toalla o una aventura nueva con la que improvisar y eternizar al mismo tiempo la palabra infancia.
La memoria, sobre todo la más lejana, no deja de ser un espejismo. También se convierte en un argumento que inventamos a nuestra conveniencia en donde el calor deja de ser molesto y solo permanece la luz intensa de todas las nostalgias. Hay un eco lejano de música de papagüevos o de canciones de verano que suenan en las verbenas los días de los primeros bailes. Todo eso que uno guarda lo conserva el calor más que el hielo cuando se humaniza el viaje y regresamos a los mismos fondos con fulas, gueldes, una aparición fugaz de un cardumen de lebranchos, o una estrella de mar que caminaba por el fondo sin saber que estaba marcando el camino de vuelta, cuando las gafas y el tubo nos enseñaban que la soledad más bella es la que puede habitar alguien cuando navega hacia sus adentros.
Hoy caminaba por las calles de una gran ciudad. Trataba de buscar las sombras como cuando de niños nos acercábamos al agua desde que apretaba el calor y ya no había quien nos sacara del océano, subidos a las colchonetas o a las barcas, o escondidos en rocas a las que solo llegábamos los más aventureros del verano. Cerca de esas rocas, entre Las Nieves y Guayedra, siempre se alzaba un Roque Partido que elevaba su dedo a las estrellas y que, visto desde abajo, parecía señalar el camino que luego terminamos recorriendo antes de que cayera por una gran tormenta, como caen tantos símbolos y tantos asideros. A veces había un hombre que cantaba ópera entre las rocas de Las Merinas, y aquellas arias se elevaban hacia Tamadaba y Faneque haciendo retumbar la memoria volcánica de la tierra, como hoy sigue resonando el eco de nuestros recuerdos de niños y de jóvenes descubridores de calas y de charcas en las que no dejábamos que la vida se repitiera ni un solo momento. Ahora el calor sigue siendo igual de insoportable cuando te sorprende vestido en mitad de una calle, lejos de la playa; pero ese fuego, casi sin que te llegues a dar cuenta, también te devuelve las sensaciones de todos los veranos, el camino de regreso que no olvidamos nunca aunque creamos que estamos avanzando en ese tiempo mendaz que desconocían los gueldes, las fulas y los lebranchos de nuestra infancia oceánica.