El reloj rebasa el mediodía y el calor aprieta, pero él sigue al pie del cañón. Sus 71 años no lo seducen al abandono, más bien se afana por sacar una hilera de panes que se gestaron esta madrugada: Es Omar Varela y su vida, una reinvención fruto del “cacerolazo” argentino en 2001.
Con el “corralito” bancario decretado en diciembre bajo la presidencia de Fernando de la Rúa, con restricciones para retirar el dinero de los bancos, Varela perdió sus ahorros y los de su familia, y solo le quedaba una opción: huir para salvar a su mujer y tres hijas de una crisis económica, social y política en el país.
Así, mientras el euro daba sus primeros pasos en España y el mundo renovaba sus propósitos de año nuevo, este argentino emprendió un viaje incierto, sin rumbo, con tan solo 3000 dólares bajo el brazo - “lo que había conseguido vender” - hasta que desembarcó en Tenerife. La isla canaria lo reinventó una vez llegó al pueblo de Güímar y regentó en él su primera panadería en 2008, Güípan, desde donde hoy revive aquel sacrificio argentino de “salir a la calle y no saber si volvía” y de sus arriesgadas madrugadas de trabajo, de las que aún forma parte aunque con más vida y seguridad.
"En crisis total"
“Argentina estaba en una crisis total. Yo era autónomo y entonces trabajaba como transportista alimentario en la noche, y lo hacía bien, pero no había dinero para pagarlo. Y me preguntaba, ¿qué es lo que voy a hacer yo aquí?”, relata a EFE en una entrevista. A esa falta de “plata” para poder alimentar a su familia, se sumó la peligrosidad de la noche argentina de los años 90 y principios de los 2000, donde desarrolló su trabajo y fue objeto recurrente de robos, atracos y retenciones fugaces con un mismo anhelo: el dinero.
El miedo experimentado es hoy tan nítido que incluso recuerda una cifra: en sus 27 años como transportista lo atracaron hasta en 16 ocasiones, y, añade, entre todas recuerda cuando le robaron su “gandola”, un camión con el que solo hizo 3 viajes de sur a norte y tras invertir en ella 100.000 dólares dos meses atrás. También relata la vez que lo pisotearon, lo patearon y le partieron las costillas para sacarle su cartera, así como aquel día en que lo dejaron encerrado en su propio camión hasta que alguien logró escuchar las patadas de auxilio al día siguiente.
Se dijo que así no podía seguir, y se lo hizo saber a sus clientes, pero estos con tal de no perderlo le pusieron un vigilante en cada uno de sus viajes nocturnos: mientras transitaba por los barrios oscuros, su copiloto lo custodiaba y lo seguía empuñando un arma. “En ese momento tampoco podía pagar la universidad de una de mis hijas, y eso era el colmo cuando trabajaba 20 horas al día…Y mira, yo siempre pensé en progresar, y no de avaricia sino de bienestar”, confiesa.
¿Volverá?
Cuando se le pregunta por la evolución de Argentina - una patria a la que ni él ni sus hijas se plantean volver- describe su contexto sociopolítico con sencillas proclamas: “Si los gobiernos son unos desgraciados, los demás lo serán. Si tienes de todo, ¿para qué sigues robando? ¿Cuánto más?”. "Todos los que vienen, roban. Ninguno se quedó con ganas", enfatiza Varela cuando matiza que "el presidente de un país tiene que mirar para dentro, para su país", a lo que una de sus hijas, Yamila, se pregunta que si "más del 50 % de la gente vive allí de ayudas, y le cortas eso a la gente, ¿qué pasará?".
"Mi padre, por ejemplo, recibe una jubilación de 80 euros al cambio, y hace dos meses que no le llega. No pueden mandársela porque no tienen cómo pagar los subsidios. ¿Qué país sale adelante así? Yo creo que ahí no se puede volver", explica.
Omar Varela, a sus 71 años, aguarda en Güímar muy lejos de la tierra que lo vio nacer, así como de aquellos viejos sueños de convertirse en pediatra y futbolista - "mi familia era muy humilde, había que trabajar- , al tiempo que sopesa la limitación que, tarde o temprano, aquí tendrá: no tiene relevo generacional. Asegura que su negocio se cristaliza desde el sacrificio y la dedicación, horas suprimidas y trabajo a destajo, y así dice que lo demostró su familia en los primeros cuatro años de Güípan, cuando solo descansaban por Navidad, Año Nuevo y Viernes Santo.
Más alivio
Sin embargo, dice, ahora respira con un poco más de alivio, y precisamente porque pueden contar con más ayudantes, entre ellos dos ciudadanos que también fueron migrantes - un venezolano y un escocés- , y que por dificultades de movilidad y de acceso al empleo han dado con esta oportunidad. Y frente a los obstáculos que da la inflación española, Varela cuenta cómo se ha intentado mantener los precios del pan a toda costa, al tiempo que él y su experiencia le ayudan a “pelear” por conseguir buenos precios en su principal materia prima, la harina.
A pesar de ello, su obsesión casi sobrenatural radica en la masa, que debe estar perfecta y conservarse muy fría, de forma que quien apuesta por un modelo tradicional y con poca infraestructura sabe que los episodios de calima y de altas temperaturas serán sus peores días del año. De todas formas, Varela tiene una sonrisa que le ilumina la cara cuando recuerda con EFE su reinvención, los secretos panaderos “que se llevará a la tumba” y el acogimiento de una isla, Tenerife, que lo salvó a él y a los suyos con una receta muy sencilla: agua, harina y sal.