No hace tanto tiempo. Fue ayer mismo. Las teníamos todas localizadas cerca de casa o del trabajo, cuando salíamos de viaje o cuando vivíamos en ciudades que no eran las nuestras. Estaban por todas partes. Se fueron modernizando, y cada cambio de diseño, cada forma de tragarse las monedas, de marcar los números o de abrir y cerrar las puertas, cuando tenían puertas, era un acontecimiento. Ahora parecen restos de ruinas olvidadas, rumbientas, peligrosas en sus filos y sus colocaciones en los zonas peatonales, no las retiran y se han quedado ahí, envejeciendo malamente, porque no hay nada que envejezca peor que la tecnología. De alguna manera, esa antigualla que ayer mismo era lo más fetén de la telefonía nos deja luego como cuando nos encontramos nuestras fotos en blanco y negro, o como cuando sale la carta de ajuste por algún lado y nuestros hijos nos preguntan que para qué servía y que por qué la mirábamos si no tenía sentido, y sí lo tenía, la mirábamos para ver cuándo desaparecía y comenzaba la emisión de un canal, también en blanco y negro, que era casi el único acontecimiento tecnológico que teníamos.
Hace unos pocos días caminaba por el Paseo de San José, a la altura de la Casa Amarilla, justo enfrente de la sede social del bote de vela latina Poeta Tomás Morales, y estaban arrancando una de esas cabinas emblemáticas como quien arranca un árbol viejo o derriba un cine o un viejo edificio que nos servía de faro para orientarnos en los regresos y no perdernos del todo en las nuevas aceras, o en esas edificaciones clónicas y anodinas que están por todas partes. La quitaban para siempre y hacía años que ya no servía para nada. Son muchas las cabinas que hace años que ya no sirven para nada en Las Palmas. Hay unas que están por la Avenida Marítima en las que siempre encuentro libros que intercambian los vecinos y hay otras que siguen estando controladas para quemar papelinas o para hacer el gamberro rayando o destrozando cada día un poco más lo que va quedando de aquellos días en que se limpiaban y se cuidaban, y en que nosotros nos acercábamos a ellas porque no había teléfonos móviles o porque queríamos decirle te quiero a alguien, o esperábamos un diagnóstico o una nota de algún examen importante.
Les pedí permiso para sacar una foto mientras retiraban la cabina. No sé qué hice, pero les aseguro que, mientras escribía en word estas letras, una voz repetía la frase que iba terminando. Eso pasaba también en las llamadas de antes, que marcabas y se cruzaban de repente dos conversaciones desconocidas, o sonaba el teléfono de la propia cabina y era alguien que llamaba preguntando por un vecino. Me acuerdo de un amigo que estando una noche en el Puerto de Las Nieves, casi sin luz, se vio perseguido por una jauría de perros salvajes: se salvó porque se metió rápido en una de aquellas cabinas con puertas que hubo hace años. Muchos se refugiaron del frío en ellas, y también fue hogar para quienes no encontraban otro techo que el de esos espacios acristalados e iluminados en las madrugadas.
Uno siempre recuerda aquella imagen de López Vázquez encerrado en una de esas cabinas, y el cementerio al que iban todas con náufragos encerrados claustrofóbicamente dentro de cada una de ellas. Imagino que esa cabina de la foto, en la que llamaría tanta gente del barrio de San José durante muchos años, estará ahora en algún solar junto con otras cabinas que habrán ido retirando por toda la ciudad. Yo salí a la calle y me encontré esa escena cuando buscaba de qué escribir. Inmediatamente fui situando en el plano urbano de Las Palmas de Gran Canaria todas las cabinas que fueron importantes en mi vida. Recuerdo la que estaba al lado de los Juzgados de Granadera Canaria. La exclusiva de una noticia, como en la película Primera Plana, no la tenía muchas veces quien la conseguía primero en los juzgados, sino quien lograba contarla antes desde aquel teléfono, sobre todo en los cierres de periódicos. Recuerdo el frío de algunas noches o la zozobra por quedarte sin monedas o porque el malhadado sistema que las recogía se tragaba de repente tus dos últimas monedas de cinco duros o los dos duros que te daban para contar la exclusiva.
Las primeras citas de amor también las concertábamos desde esas cabinas para no llamar delante de nuestros padres a la novia, que todavía no era novia, de aquellos primeros escarceos amorosos. Seguro que muchos de ustedes también están haciendo un viaje telefónico en estos momentos por Las Palmas, por Madrid, por Londres, por Artenara o por Garachico. En todas partes había una cabina que nos conectaba con otro lado, una puerta de salida, una llamada que podía cambiar de repente nuestro destino. Pero todas esas cabinas ya no sirven o desaparecen, se las llevan para siempre y dejan de estar donde siempre las vimos. Sólo las guardamos en nuestra memoria, como tantos ecos que se van con ellas al limbo de la telefonía, siempre y cuando las cabinas tengan alma y aguarden, con la fe ciega de todas las voces que les dimos, algún cielo que las eternice.