Cuando era niño, mi abuela me enseñó a barruntar la lluvia. Desde que veíamos nubes en el mar, justo detrás de la montaña, ya sabíamos que en un rato caería agua en las calles y en los campos. Esa enseñanza nos servía para finalizar a tiempo los partidos de fútbol que improvisábamos en cualquier descampado, o para terminar jugando bajo la lluvia y así sentirnos más profesionales, aunque luego el barro, el peso del balón y los resbalones, evidenciaran que no estábamos en el Estadio Insular. Pero también sabíamos en qué época del año esos descampados se vestían de verde con las primeras gotas de lluvia, y era mágico sentir que jugabas en aquella hierba que duraba apenas dos carreras o un par de pelotazos. La naturaleza estaba cerca, y las abuelas, y desde la distancia tengo la impresión de que el tiempo pasaba más despacio y de que vivíamos la infancia con la intensidad que le pedimos a los grandes acontecimientos.
En estos días, también nosotros, que no éramos de pantallas, ni de encierros en casa, hemos caído en la trampa de vivir casi todo el rato de espaldas al campo o al océano. Nos dejan que nos acerquemos en vacaciones o algún fin de semana, pero podemos estar de lunes a viernes sin mirar al horizonte o sin buscar estrellas en el firmamento, aunque es verdad que cada vez se ven menos estrellas en el cielo urbano que habitamos, y sin estrellas los sueños parecen siempre mucho más lejanos. También en estos días de septiembre llegaban las cabañuelas. Quienes trabajaban la tierra ya te avisaban de lo que te ibas a encontrar en los próximos meses, a veces lluvias torrenciales y otras la sequía que equivalía al desaliento, porque el agua era la vida y el único camino para seguir viviendo, y lo sigue siendo; pero pensamos que el agua ya no es un problema, y creo que, hoy por hoy, es uno de los más importantes que tenemos.
El cambio climático, que muchos niegan, lo pueden contar mejor que nadie los mayores que todavía conocen las cabañuelas. Ahora miran la luna o la dirección del viento de algunas noches de septiembre, y descubren que las previsiones centenarias que conocieron de sus antepasados ya no valen para nada, y que no hay quien prediga los desajustes y el desastre medioambiental del planeta, y aunque las manchas de la luna digan que viene lluvia en octubre, luego te despiertas con calores que no recuerdan ni los más memoriosos de los pueblos. Yo sí recuerdo siempre a un compañero de Diario de Las Palmas. Ya él pasaba de los sesenta años cuando yo empezaba con la ilusión con la que se llegaba a la redacción de aquellos periódicos que entonces leía todo el mundo. Antonio Cardona Sosa aparecía a última hora de la tarde de la redacción después de estar recorriendo los campos de la isla. Venía con algún reportaje para el día siguiente o para el fin de semana; pero también llegaba con la constatación del hombre del tiempo que recorre los escenarios que luego cuenta. Él escribía cada día la página meteorológica, pero lo hacía a su manera. Ponía lo que mandaba el Meteosat, y luego iba llamando a todas sus fuentes, mujeres y hombres sabios de toda la isla que conocían el clima de cada lugar como mismo me enseñó mi abuela a conocer el de mi pueblo. Muchas veces contradecía al satélite, entonces no tan acertado como ahora, pero siempre salían ganando los viejos, lo que era para Antonio, y también para nosotros, como esas gestas de los equipos pequeños ante la arrogancia de los grandes clubes con más dinero. Hoy no sé a quién podría llamar Antonio para elaborar su página, pero barrunto, y sigo utilizando ese verbo bello, que el acierto no sería tan pleno como entonces, porque ahora tenemos el clima totalmente desnortado. Hay mucha tecnología, y mucho experto con carrera; pero uno intuye que estamos, más que nunca, a merced de la naturaleza.