No sé en qué momento dejamos que la vida pase de largo. No nos sorprende el milagro de un árbol, la persistencia de las mareas, la forma de las nubes o el azar que reparte cartas todo el tiempo para que podamos seguir jugando. Los acontecimientos los buscamos en las pantallas y en lo que nos dicen que es importante, trascendente, en el gol del siglo de una de las muchas finales mensuales, en la medalla en piragüismo, en la exposición en la que entras y sales como si te hubieran tomado el pelo o en el libro de algún contemporáneo que hay que leer mucho antes que los libros que deberíamos estar leyendo. Todos caemos en la tentación de este tiempo distraído que vivimos, y si acaso en verano, cuando regresamos a los mares y a las montañas de la infancia, nos damos cuenta de que lo bello e importante acontece todo el tiempo cerca de nosotros sin estridencias y sin insistencias mediáticas.
Hasta en los atardeceres que requieren silencio y observación, y una admiración infinita hacia la obra de arte de la naturaleza, sacamos los móviles y dejamos de estar donde tenemos que estar para hallar la belleza. Y eso por no hablar de la moda hortera que ha ido abriendo chill out ruidosos donde antes solo se escuchaba el sonido de las olas. Cada vez tenemos que ir más lejos para poder atardecer en nuestros adentros sin que nadie nos moleste.
Estos días estoy leyendo uno de esos libros que no será best seller, pero que sí ayuda a que el verano vuelva a ser verano en la letra impresa. Les recomiendo La alquimia del tiempo de John Banville, sobre todo si conocen Dublín o quieren viajar por sus pasadizos secretos sin salir de la playa en la que se encuentran. En ese libro de memorias, el autor irlandés recuerda a Baudelaire cuando decía que “el genio no es otra cosa que la infancia formulada con precisión”. Creo que no se equivocaba el más grande de los poetas, o por lo menos el primer poeta moderno que alumbró el camino con Las flores del mal, un libro, por cierto, publicado en París casi al mismo tiempo que la novela que también nos enseñó la modernidad a la hora de contar desde un narrador omnisciente que no tenía que decir dónde estaba en ese pacto que se establece entre quien escribe y quien lee. Como Las flores del mal en poesía, Madame Bovary es ese libro que debería leer una y otra vez quien quiera seguir aprendiendo a escribir sabiendo que siempre seremos eternos aprendices de Cervantes o Flaubert.
Ese milagro de la vida que uno mira como si fuera un estreno diario me sorprendió esta semana mientras tomaba un café en una terraza de Arinaga con el cantautor José Artiles. De repente empezó a llover con el cielo totalmente azul. Menos mal que no estaba solo y que puedo contar esto como algo cierto. También lo sabe la dueña italiana de la cafetería en la que estábamos. Salió de su local y miró al cielo gritando asombrada que jamás había visto nada igual. Posiblemente el viento lejano trajera esa lluvia que parecía no caer del cielo, pero hasta donde alcanzaba nuestra vista no había ninguna nube en ese cielo que mirábamos. En medio de una gran ciudad, o cuando andamos corriendo de un lado para otro, ese momento hubiera pasado desapercibido. Lo vimos porque volvíamos a ser niños y era verano. Porque estábamos, como escribía Rilke, en la patria de la infancia, la única en la que uno puede seguir creyendo en los milagros.