La vida es un baile en el que uno no sabe nunca cuál será el siguiente paso hasta que no improvisa su propio movimiento, una coreografía del cuerpo en medio de un universo misterioso e interminable. Cuando se baila se libera el alma y parece como si regresáramos al origen de todo lo que somos y de lo que, a veces, recordamos cuando los músculos y los huesos improvisan la danza ancestral que llega de nuestros adentros.
Cuando yo era niño, la hermana de Tano, mi amigo inseparable de infancia, ya era una bailarina reconocida que bailaba en los grandes escenarios de la isla y que salía de viaje a lugares que nos parecían tan legendarios como los de los libros y las películas de aventuras. Ahora, muchos años después, la ciudad de Guía reconoce la trayectoria artística de esa hermana de mi amigo. El próximo lunes, 5 de agosto, en el teatro Hespérides, se rendirá homenaje a Elizabeth Mateo Espino, y también a otro referente del teatro en las islas como es Francisco Castellano Jiménez, a quien Elizabeth, además, siempre nombra cuando agradece a las personas que la ayudaron a volar alto y lejos desde que se iniciara en el ballet con Rosa María Martinón o Josefa María Morales. Luego llegaron los años con Gelu Barbu y Lorenzo Godoy, los viajes y los encuentros con Nina Vyroubova, Joceline Hurriel o Irma Alonso. En aquellos años de mi infancia, Elizabeth salía muchas veces en la tele o su nombre aparecía cada dos por tres en los periódicos. Vivíamos casi puerta con puerta, y para nosotros, cada uno de sus logros eran casi nuestros. En todos estos años, además, ha sido profesora de danza en numerosos lugares, dando a conocer lo que ella aprendió y dando alas, al mismo tiempo, a otras bailarinas que luego han seguido improvisando el baile de la vida y del arte por todo el mundo.
Sé que a ella le ilusiona especialmente ese homenaje en su patria chica. De alguna manera, todo lo que se consigue en la vida se trabaja y se proyecta en la infancia y en la juventud, con esa fuerza que otorgan los sueños cuando se cruzan delante de las realidades que nos quieren imponer los pragmáticos. Ella no dejó de bailar y de insistir una y otra vez en cada movimiento y en cada coreografía cuando no había aplausos, ni un teatro que la cobijara: el triunfo se trabaja en ese silencio del ensayo diario y constante que requiere disciplina, tesón y una convicción absoluta en que todo ese trabajo se hace porque se sabe que nadie regala nada, y que solo desde esa insistencia solitaria se puede ir recreando, poco a poco, la danza sublime que luego parece que vuela sobre los escenarios.
Me alegro muchísimo de que el ayuntamiento de mi ciudad reconozca el trabajo y la trayectoria de personas como Elizabeth Mateo. Es necesario retomar esos ejemplos de vida y de arte, mirarnos en ellos, y seguir aprendiendo de cada uno de sus pasos. Yo tuve la suerte de aprender de ese ejemplo cuando era niño y ella ya empezaba a volar alto en la danza contemporánea de aquellos años casi en blanco y negro. Íbamos a ver bailar a Elizabeth a los teatros, y el teatro ya fue para siempre ese lugar en el que la vida se representaba siguiendo el rastro de la música y de la belleza, y una vez allí la metáfora del baile convertía cada movimiento en una danza que nos ayudaba a abrir la puerta de todos los sueños.