El tiempo, cuando uno lleva tiempo en este juego de la vida, es un personaje más de la novela diaria de la existencia. A veces corre raudo y otras serpentea cadencioso y se queda mirando como los caracoles cuando salen al barro después de la tormenta, el tiempo de Vulcano o de Mercurio, el de los minutos del descuento según vaya perdiendo o ganando tu equipo, toda esa entelequia sin definición y sin concepto cada vez que nos asomamos a la inmensidad del universo. Poético o prosaico, es lo que somos aunque no queramos darnos cuenta, el carpe diem que buscamos cada vez que somos conscientes de nuestra efímera e inexplicable presencia.
Uno busca siempre la manera de darle sentido a los días aunque casi siempre sean ellos los que nos arrastran con sus rutinas, sus obligaciones laborales y con esos extraños azares que lo mismo te suben al séptimo cielo que te dejan aliquebrado en mitad de cualquier camino sin saber hacia qué dirección seguir caminando. Hay libros que vamos guardando para ese tiempo que soñamos en los veranos o en la utopía de una arcadia que tenemos que ir reinterpretando cada vez que nos llega una crisis económica, una pandemia o ese amor que milagrosamente le da sentido a todos los pasos previos que no entendíamos cuando íbamos caminando. Pero también está la desesperación de las esperas, la mirada fija en los números que van pasando cuando vas a renovar el DNI, en la cola del embutido o en la aséptica espera de unos bancos que cada día quieren que nos alejemos más de nuestro dinero para que lo veamos solo en las pantallas. Y luego están los semáforos, ah, los semáforos, esos frenos de nuestros pasos que nos dejan mirando al horizonte soñado de la otra acera. Hablo como peatón. Cuando se va en coche ya es cosa de las máquinas ese juego de luces que espera el verde como quienes iban buscando El Dorado. En cada ciudad que he vivido, he tratado de alejarme siempre de los semáforos que tardan, los que no cronometras nunca; pero sí sabes que te están robando la vida en cada espera. En la ciudad en la que he vivido más años, hay varios semáforos en los que he perdido buena parte de mi existencia mirando a sus luces desesperantes. La calle Bravo Murillo es una navaja que corta la parte antigua de Las Palmas de Gran Canaria, como si todavía estuviera allí el muro que cruzaba desde el Castillo de Mata hasta San Telmo, es esa arteria, qué cosa llamar arteria a una calle, con varios carriles que luego se expande hacia muchos lados, como un río que empujara sus aguas en varios afluentes como aquellos que nos enseñaban en las escuelas cuando éramos pequeños.
He tenido que pasar por esa calle para ir a muchos trabajos, y siempre que salgo a pasear, así sea un domingo a las dos de la tarde, me veo esperando, siempre esperando, en cualquiera de sus semáforos, sobre todo en el que está delante del Cabildo o en los más cercanos a San Telmo. Quince o veinte metros antes de llegar, ya te olvidas de tu paseo y estás pendiente del verde del paso de peatones de esa calle, estresado aunque no te des cuenta, y frustrado casi siempre porque llegas tarde o porque se demora más de la cuenta. Y solo te quedan el ruido y el humo como únicos aliados ante el infortunio de la espera. Por eso digo que creo que es en esa calle en la que he perdido más el tiempo de mi existencia. En su día, cuando la abrieron de arriba abajo, la podrían haber soterrado para dejar una ciudad más habitable, como soterraría el Guiniguada y, si me dejaran, toda la Autovía Marítima. En lugar de gastarse los millones en un tren hasta Maspalomas o un estadio para un par de partidos de un Mundial, en donde a lo mejor te toca ver un Estonia-Lituania, podrían coger todo ese dinero para volver más habitable lo que caminamos cada día, y si lo que quieren es hacer obras que se piensen esos soterramientos y esa búsqueda de una ciudad que no merece el maltrato de sus calles y de sus semáforos. Empecemos por Bravo Murillo y luego vayamos conquistando el paraíso urbano en otras partes. Esas son las revoluciones que nos harían más felices a corto plazo, por lo menos para pasear pensando en nuestros asuntos y para ser un poco más poéticos y soñadores cuando andamos. También para poder escuchar a los pájaros, aunque para eso tendríamos que plantar más árboles, pero esta ciudad también ha preferido plantar semáforos en lugar de árboles que ayuden a que el tiempo no nos deje esa sensación de fracaso que nos queda cuando cada vez que nos obligan a pararnos.