La teoría me la sé. Y los tópicos también. Que si “la fiesta del fútbol canario”, que si “el duelo de las dos orillas”, que si “el partido más especial del curso”... Cualquier cliché es válido, pero mentiría si dijera que me emociona el próximo derbi canario. Porque miro la clasificación y me preocupo. Y miro el calendario y me preocupo más. Y siento decirlo, pero con el fútbol, y aún más con el Tenerife, la preocupación y la ilusión son incompatibles.
Y el Tenerife 18-19 ofrece más argumentos para la preocupación que para la ilusión. El viernes, ante el Extremadura, por ejemplo, repitió un ejercicio similar a los ofrecidos ante Lugo o Albacete en las últimas semanas. Y obtuvo el mismo resultado: empate a cero. ¿El resumen? Actitud irreprochable, juego aceptable, control del partido creciente, más de veinte remates... y ningún gol. Y esta síntesis puede aplicarse al partido del viernes y a los choques ante Lugo o Albacete.
Eso sí, contra el Extremadura se encontró con un enemigo inesperado como De la Fuente Ramos, que ignoró un claro penalti a Joao. Antes de que me linchen –en el único lugar en el que está mal visto denunciar los errores arbitrales contra el equipo de la tierra– aclaro que la clave de la irregular trayectoria blanquiazul no está en los errores arbitrales, sino en la falta de gol. Y hasta añado más argumentos para la preocupación: estamos hablando de la mejor versión del Tenerife.
Porque el Tenerife que me preocupa es el Tenerife bueno, el del Heliodoro. Como visitante, a la nula puntería que muchas veces ofrece en la isla añade unas buenas dosis de conservadurismo, una actitud mejorable y menor presencia en el área adversaria. O lo que es lo mismo: razones para que la preocupación se convierta en pánico. “Vamos a sufrir lo que no está escrito”, ha advertido Oltra, al que le sobran conocimientos y experiencia. Pues eso. Háganle caso a los que saben.
Advertencia: tampoco soy un talibán y el próximo domingo a las cinco de la tarde tengo previsto ver por televisión el Las Palmas-Tenerife. Pero no me pidan que esté ilusionado. Ni que esté una semana con ganas de que llegue un partido que, eso sí, reconozco que tiene alguna peculiaridad que lo hace singular. Y la primera, su escasa frecuencia: en sesenta años de rivalidad, Tenerife y Las Palmas han coincidido menos de veinte temporadas en la misma categoría.
Además, el derbi canario también es distinto por la frontera que separa a ambas aficiones: el mar. Y eso hace que sus seguidores no se mezclen. Es obvio que hay chichas en Gran Canaria y canariones cerca del Teide, pero el territorio blanquiazul y el amarillo están bien delimitados, algo que no ocurre en un Sevilla-Betis, un Madrid-Atleti o –ahora que nos hemos vuelto un poco argentinos– un Boca-River, pues los seguidores de cada equipo comparten barrios, calles y hasta casas.
Lo dicho: la teoría me la sé, pero ganas de derbi no tengo. Lo siento.