En un viaje por Bruselas, a principios de los años ochenta, en el que acompañamos al entonces presidente del Cabildo de Tenerife, José Segura, me tocó dormir en la misma habitación del Hotel Sheraton de la capital belga con un amigo y compañero periodista gomero, que era --y es, me supongo-- muy tímido con las mujeres y que ahora creo que vive en Hermigua casi como un ermitaño solitario.
Uno de los días de nuestra estancia en la capital comunitaria, ya en horas nocturnas, tras regresar de una estupenda excursión a Brujas, le propuse a este hombre ir a dar una vuelta por el barrio rojo, que estaba muy cerca de la Plaza Rogier, en donde está el hotel en el que estábamos alojados.
Creo que él ignoraba que aquella era una zona de chicas que comerciaban con su cuerpo y que, para resguardarse del frío, mostraban sus encantos en ropa interior, sentadas detrás de un cristal, como si fueran maniquíes de un escaparte de una tienda de moda, como ocurre en otras ciudades europeas y, de manera singular, en la cercana Amsterdam.
Estoy hablando de hace más de treinta años y para nosotros aquella era una novedad, pero por más que le insistí a mi acompañante que entráramos en uno de esos burdeles, más que nada por curiosidad, no hubo manera de convencerle. Empezaba por aquellos tiempos de hablarse del VIH y, con toda la razón del mundo, mi amigo estaba asustado y temeroso...
Total que fuimos y nos fuimos sin más. Pero les puedo asegurar que yo pasé una noche muy divertida, descojonándome de la risa, con la cantidad de motivos y excusas que puso aquel hombre para no entrar en ninguna de aquellas casas habitadas por prostitutas profesionales.
Creo recordar que terminamos la "juerga" (entre comillas) en una taberna tomándonos unas cuantas cervezas, antes de regresar en un taxi al hotel, porque a esa hora caía una tromba de agua tremenda. Anécdotas de la vida... Tengo algunas más de ese viaje a Bélgica, que pronto les contaré.
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