La mañana huele a azahar cerca de la Plaza de Santa Ana. Cruzas el espejismo del barranco Guiniguada, tratando siempre de esconder el asfalto que pisamos, imaginando puentes de fotos desgastadas, y noviembre huele como si estuvieras en las calles de Sevilla en primavera con los naranjos en flor entre los adoquines. Saludas a Massimo Melito en el Antico y caminas llevando la estela de su felicidad contagiosa junto al café que alegra los pasos. Hablas con Mamud, que lleva años sentado en un banco frente al callejón San Marcial, y en Santa Ana, cerca de los perros, levantas la vista y sigues el sereno movimiento de un grupo de personas que practican Taichi como si dibujaran el universo en la energía del tiempo de Vegueta.
Luego sigues el camino y te vas encontrando a los vecinos y a quienes trabajan por el barrio, casi siempre sincronizados por los horarios de nuestros azares o nuestros compromisos laborales. Muchos días, al pasar por la esquina de Luis Millares con López Botas, me tropezaba con Jerónimo Saavedra saliendo o entrando a su casa o a la de su hermana. Nunca perdía la sonrisa por más que esas entradas en los coches fueran cada vez más dificultosas, ni perdía la sonrisa, ni el interés por los proyectos y por la vida literaria. Así nos vimos durante muchos años, y así lo echaremos de menos los vecinos de Vegueta. Aquí nunca fue ministro, ni alcalde, aquí era el ciudadano Jerónimo, que creo que fue lo que logró ser en todas partes, un hombre que sabía que todo lo que se quiera construir, si buscamos la convivencia, ha de pasar por la fraternidad y por el respeto a los Derechos Humanos.
Seguimos el camino y nos marchamos con la magua de ese encuentro ya imposible con alguien que alegraba nuestros días. Nos queda el libro de conversaciones con José Antonio Luján. Recuerdo la presentación en el Quegles y las palabras de Jerónimo cuando habló de los golpes de la vida vallejianos y de su retiro a la casa de Artenara del escultor Manolo González, otra fuente de luz necesaria, para superar el dolor del alma tras un inesperado golpe de la vida. Y luego estaba La Palma, ahí nos veíamos cada año, en el Festival Hispanoamericano de Escritores. Enseguida te dabas cuenta de que en La Palma estaba igual que en Vegueta, lejos del personaje y cerca del hedonista vital que quería saber cada día un poco más de la existencia. De niño, en la transición, siempre escuché su nombre en mi familia con el respeto que se les dedicaba a quienes se les consideraba importantes por sus estudios y su sabiduría. Lo escuché en el mitin del Estadio Insular de 1982, junto a Rodríguez Doreste y a Felipe González. Nosotros, con quince años, realmente íbamos a escuchar a Palmera, que cerraba el acto, pero tuvimos la suerte de asistir a un momento histórico y de aprender que la política era aquella sapiencia y aquel compromiso con la libertad y la justicia de la que hablaban al lado de muchos de los que estuvieron detenidos en el Lazareto de Gando. No voy a glosar su figura política e intelectual en este artículo, pero sí tengo claro que es el político de las islas más trascendente y más importante desde la llegada de la democracia. También lo fue en su compromiso con la educación y la cultura y, sobre todo, en su talante, en ese saber estar dialogante y cercano que se estila tan poco últimamente; pero ya digo que para nosotros era el vecino, y que lo echaremos de menos por esa cercanía que ya no acontecerá nada más que en la memoria. A él le hubiera gustado que le hubiera dicho que esta mañana olía a azahar en Obispo Codina.