Las ciudades son refugios que tienen refugios en sus adentros, matriuskas interminables que sólo se descubren cuando se camina por ellas mirando un poco más allá de lo que tenemos delante. Los pasos son sabios en las ciudades que cuentan con escondites en los que preservar la infancia. En Las Palmas de Gran Canaria, el parque Doramas es uno de esos lugares en los que te puedes esconder un rato, revivir la presencia extraña de un zoológico casi imaginado cuando apenas conocíamos animales y escuchar el eco del agua que cae sobre el agua, como cuando la lluvia improvisa charcos para buscar nuevas maneras de seguir insistiendo en su música serena o en el estruendo
de la naturaleza.
A veces la felicidad sólo consiste en que no nos duela nada, ni en el cuerpo, ni en el alma, y en que seamos capaces de no pensar y de fundirnos con los árboles, con el canto de los pájaros o con ese sonido del agua que nos vuelve atávicos y ayuda a volver al centro. Una ciudad sin parques es un páramo interminable en el que no encuentran acomodo los pensamientos que no sirven para nada, pero que son los que realmente nos sirven para saber que estamos viviendo, la metáfora inesperada, la certeza que se atisba en la intuición de una idea que sólo aparece cuando somos capaces de quitarnos las máscaras de la vida diaria. Mis pasos me llevan al parque de Doramas muchas veces, alguna mañana, cuando casi no hay nadie; cualquier tarde con un eco de chiquillos en los remos o ya de noche, cuando parece que la ciudad duerme lejos del tráfico, las luces de neón o el incesante relampagueo de las pantallas.
Cuando era niño recuerdo soñar un zoológico en ese parque. Había un mono llamado Felipe al que llevábamos plátanos y otros animales que se confunden en la memoria. Ni siquiera quedan las jaulas con el aura invisible de las miradas tristes de los animales encerrados, como la pantera de Rilke en el Jardin des Plantes de París (Su mirada está del paso de las barras/tan cansada, que ya nada retiene./Es como si mil barras hubiera/y detrás de las mil barras ningún mundo). Aquel animal encerrado daba vueltas pensando que era libre, como nos sucede a muchos de nosotros en algunos trabajos o en las rutinas diarias que, si no cortamos a tiempo, nos terminan robando la existencia.
En el Doramas uno encuentra pájaros por todas partes, una sinfonía improvisada de cantos que te elevan como una sonata de Bach en un teatro. Y están los árboles, con toda la vida que han visto dibujada en sus anillos ocultos, silenciosos y sabios para quien sepa mirarlos con la humildad con la que se debe mirar siempre a los gigantes inalcanzables. También hay cada vez más personas meditando o practicando yoga o tai chi, y esa energía parece que luego se expande por todas partes, como la música de algunos conciertos nocturnos, este sábado con los ecos de Mayte Martín cantando boleros cerca de esas palmeras que nos vuelven más isleños y más tropicales. Pero luego está el silencio de nuestros pasos entre la hojarasca o los pequeños laberintos en los que podemos refugiarnos con un libro o una libreta en la que improvisar versos o notas para no extraviarnos cuando salgamos a la calle, porque uno parece que sale a la calle cuando abandona ese parque en el que te sientes como en casa, protegido y seguro, sereno, como se sueña la felicidad de vez en cuando.