La vida es un marco vacío con un horizonte interminable. Vemos lo que está dentro del recuadro, pero no sabemos nada de lo que hay más allá de nuestra mirada, o más allá de la mirada a donde tampoco llegan los grandes telescopios, ni todas esas naves que lanzan al espacio tratando de descubrir si hay vida inteligente en otros planetas, cuando ya sabemos que lo que hay es un multiverso interminable y cambiante, y también unos agujeros negros capaces de quebrar cualquier concepto humano del tiempo, del espacio o de la trascendencia.
Muchos días salgo a correr por caminos poco frecuentados de Las Palmas de Gran Canaria. Si dentro hay abandono, imaginen como están los caminos y los campos que la rodean. Cerca de donde saqué esa foto que ilustra el artículo, entre El Lasso y la Batería de San Juan, hay coches en los fondos de las laderas y toda clase de basuras y de escombros por los caminos. Pero también hay más pájaros, más verde cuando llueve, más silencio y otras perspectivas del paisaje. En ese lugar, si miras hacia la izquierda, te encuentras el océano lleno de barcos varados y de otros barcos que entran y salen incesantemente. Esa es la historia de la capital y de la isla, personas que fueron entrando por el océano, casi siempre por ese mismo mar que se ve desde la montaña o por el otro que se vislumbra justo enfrente, por La Isleta o por el Norte; pero siempre los caminos eran de agua, como lo son ahora los de todos los que también siguen llegando en ese viaje interminable de los seres humanos sobre la Tierra. Una vez le preguntaron a Cortázar que de dónde venían los argentinos, y él respondió que de los barcos, que es de donde mismo venimos casi todos canarios. Ese mar siempre es una contemplación en la distancia donde se sueña, se vacía la mente o se inventa un nuevo argumento para seguir viviendo y no perder ni una sola esperanza.
Pero lo que me llamó la atención el otro día fue ese panel de publicidad vacía por donde no pasan coches ni hay nadie que mire, solo los pocos que se adentran a correr, a caminar o a circular en bicicleta por esos senderos de tierra y polvo, de cal y piedra, de aulagas y de muchos pasos anónimos que nos fueron abriendo el camino. Pensé que podía haber quedado del rodaje de alguna película, o de una de esas carreras que conectan con El Fondillo y con el Guiniguada, para bajar luego desde el Jardín Canario hasta El Pambaso. Me paré un momento y traté de buscar lo que quedaba enmarcado en ese vacío del interior, lo que realmente enseñaba a quien pasaba delante. Estaba una nube hermosa y gigante encima de la ciudad, el puerto lejano, los barrios de las afueras y, siempre, por supuesto, el horizonte como referencia para quien vive en un espacio rodeado de agua por todas partes, ese horizonte como salida, nunca como entrada, como una utopía y como una hoja en blanco en la que cada cual debe inventar su manera de seguir viviendo. Desde tan lejos, o cuando volamos sobre ella o la vemos desde desde el Puerto, Las Palmas de Gran Canaria es una tirajala que trepa por algunas montañas en la que a veces nos parece mentira que quepa tanta gente. Y es sanador alejarte de vez en cuando para aprender a encuadrar lo que realmente vale la pena. En ese marco lejano no se percibe lo mal cuidada que está esa ciudad bella últimamente, pero sí que nos sirve para no perder de vista la nubes que dibujan esa belleza que pocas veces vemos cuando estamos debajo, tan ocupados y tan ciegos, que ni siquiera somos capaces de fijarnos en nuestras propias sombras. Busquen el marco y enfoquen siempre con la perspectiva que vayan inventando. Cada cual es su paisaje y su camino, su foto fija y su fotografía en movimiento. Lo que logres ver, será finalmente lo único que vivas y que recuerdes.