Una novela ahonda, profundiza, escarba, rebusca donde parece que no hay nada, en el fondo de una página en blanco o en el laberinto de nuestra propia alma. Y se levanta y emerge como una isla nueva en medio del océano que se va llenando de gente. Y la novela, entonces, ya tiene vida propia, hace su camino en otras mentes y en otras voces como mismo la hace en quien la escribe cuando, de repente, se ve asomado a un mundo que no existía y que casi siempre se parece al mundo que tenemos delante. La novela no hace más que preguntarnos todo el rato. Nunca responde y siempre ayuda a entender y a entendernos, a tratar de hacer un pequeño hato con lo poco que sabemos del corazón humano para seguir adelante, página a página, hasta perdernos en la bruma de las palabras.
La novela recorre pasillos que sólo podemos ver cuando llegamos, habitaciones que quedan a los lados y en las que uno decide entrar un rato sabiendo siempre que debe continuar el viaje hacia un punto final que apenas vislumbramos y que, aunque lo demos por bueno, sabemos que nunca acaba en ninguna parte.
Estas semanas he viajado al corazón humano a través de la última novela de Francisco Juan Quevedo. Se titula El teatro en medio del océano y la publica Destino. Estuvo entre las obras finalistas del premio Nadal y tiene 363 páginas de intensa vida y de creíbles vivencias. No es fácil armar una novela como esta de Quevedo. Todo está en su sitio, la vida de Las Palmas de Gran Canaria a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, y la intemporalidad que al mismo tiempo le pedimos a toda obra de arte. Queremos que nos cuenten más allá de los personajes, y que al mismo tiempo los personajes nos ayuden a entender un poco mejor nuestro acontecer diario por un mundo en el que novelamos los días y las noches asumiendo o esquivando azares.
La novela de Quevedo es barojiana y al mismo tiempo tiene mucho de aquella Ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza, y es galdosiana por el retrato certero de sus personajes; pero, sobre todo, es cercana en sus recreaciones, en sus olores, sus calles y también en el devenir de cada personaje que se asoma al libro para que vayamos entendiendo un poco mejor a Feliciano Silva, ese Guirre que podría ser un personaje en el puerto de Nueva York de esos mismos años, o en La Habana, en Marsella o en Londres, porque los puertos son novelas que escriben historias que van y vienen cambiando casi todas las tramas argumentales.
En esta novela de Francisco Juan Quevedo aparece como gran referente el teatro Pérez Galdós, con lo que fue cierto, con lo que querríamos que hubiera sido cierto y con toda su grandeza y su leyenda urbana. Ese teatro nos ha ido enseñando la belleza a muchos de nosotros, las primeras óperas y las primeros conciertos de música clásica, el gran teatro, en mi caso en unas inolvidables interpretaciones de José María Rodero o de Berta Riaza. Ya uno cuenta con un pie de rey que no nos extravíe cuando se guardan intactas las voces, las arias y el olor del teatro, esa sensación de que sabes que puede suceder algo realmente inolvidable cuando se apague la luz y se encienda la vida en el escenario.
La novela también nos ofrece ese bullicio cuando retumba en nuestra cabeza y cuando nos va llevando, de mentira en mentira bien contada, hacia donde intuyes que estás un poco más a salvo del olvido o de ese pandemónium tecnológico que tanto nos está distrayendo. Siempre es un regreso cada novela que nos sorprende y levanta un mundo propio en el que uno puede ser cualquier otro durante un rato. Como en el teatro. Como en la vida, si no andáramos tan ocupados y aprendiéramos a mirar como cuando leemos y logramos escapar en cualquier punto y aparte.