A veces buscas un argumento y es la propia vida quien te regala la novela. También las fotografías aparecen sin que vayamos a buscarlas, o los recuerdos que uno revive de repente, o la desmemoria, que nos vuelve olvidadizos de lo que creíamos que era importante y que ya no existe si no somos capaces de evocar como quien lee un libro de su propia existencia. Hace unos días caminaba cerca de la plaza de Santa Ana, casi a la altura de la calle Doctor Chil, en Vegueta. Paso por allí casi todos los días y hay una ventana que no se abre hace mucho tiempo. Vegueta lleva con muchas ventanas cerradas desde hace años, y una ciudad con tantas casas sin gente va perdiendo poco a poco su propia alma, o se queda sólo en la memoria de quienes recordamos algunas de esas caras antes de que se fueran. Prefiero no preguntar a dónde se marcharon los que dejan de asomarse a las ventanas por las que pasamos muchas veces. Uno quiere pensar que se han mudado de casa o de ciudad antes que darse cuenta de que esas calles sólo están habitadas por fantasmas del pasado.
El otro día recordé a Pilar Rodiles en su estudio de Vegueta. Estaba siempre en esa casa de la ventana cerrada. Saqué una foto para escribir de Pilar, pero no me gustó el encuadre, así que lo volví a intentar de nuevo. Pasaba una niña con su madre. La niña se detuvo y se puso a escribir y a pintar justo debajo del estudio de Pilar. Al principio esperé a que terminara, pero la niña se fue demorando como mismo veía a la pintora muchas veces cuando pasaba al lado de la ventana. Me acerqué y le pregunté a la madre si podía sacarle una foto para escribir un artículo en el periódico. Le conté que justo donde se había detenido su hija, trabajó muchos años una pintora que falleció el pasado mes de noviembre. Cuando se cerró la ventana de Pilar, se oscureció un poco más Vegueta. Los primeros días, después de su muerte, alguien puso flores debajo de esa ventana que estaba cerrada la mañana en que yo saqué la fotografía. Saqué la nueva foto y dejé a la niña apoyando su papel en la pared. La niña podía haberse apoyado en los cercanos perros de Santa Ana, en un banco de la calle o en el mismo suelo de la plaza; pero eligió esa posición tan difícil, vertical y extraña, para buscar entre la nada de su hoja en blanco. No me quise acercar para ver lo que estaba creando. Preferí seguir e imaginarla en la misma búsqueda que emprendía Pilar Rodiles cuando la veía trabajando. Una artista no puede dejar nunca de crear con la mirada de la niña que lleva dentro. Si lo hace, corre el riesgo de perder la alquimia de lo que intenta eternizar en un lienzo.
A mí me gustaban los rojos intensos de Pilar o aquellos grabados que te mostraba como una niña que descubre un nuevo juego en el aburrimiento previsible de cualquier mañana. Me gustó que el recuerdo de Pilar llegara con la niña que sigue pintando en la pared como pintaron en las cuevas los primeros humanos que quisieron dejar testimonio de su efímera presencia en este viaje por la piel de un tiempo inabarcable. Encima de la niña estaba escrita la palabra reloj. Quizá para que recordáramos que la vida sólo es vida cuando se pinta o se escribe como quien habita un sueño e intuye que todo está mucho más entrelazado de lo que vemos, lejos de los relojes y cada vez más cerca de los mágicos vericuetos de los azares y las contingencias.