Las luces de la mañana

Vista desde las alturas, la Catedral de Santa Ana parece una puerta de salida a la luz del horizonte que se asoma más allá de los barcos

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Las Palmas de Gran Canaria vista desde San Roque. Mayo de 2024.
Las Palmas de Gran Canaria vista desde San Roque. Mayo de 2024.

Baudelaire nos enseñó que había que ser sublimes sin interrupción, que si emprendemos algo, lo hagamos con ese espíritu que no siempre te lleva a donde quieres; pero que sí te permite seguir avanzando y aprendiendo, día a día, sin regalar el tiempo a la estulticia o a la mediocridad, y sin perderlo tampoco en esa ciénaga que ya nos contó Discépolo en Cambalache. Lo que queda es la obra y el intento de realizarla, la obra de vivir, de amar, de componer una melodía, de escribir una novela o de dejar una huella, benditamente  efímera, en la arena de la playa. A estas alturas, ya uno solo aspira a que el tiempo que vivamos sea realmente el más grandioso porque es el único que para nosotros tiene importancia. Y no está siendo fácil vivir en estos días tan llenos de hipocresía, de especulaciones financieras, de farfullos dialécticos y de guerras que se encienden y se apagan en las conciencias según hacia qué lado enfoquen las cámaras. 

Uno mira la ciudad desde lejos por la mañana. Ve los barcos, las calles que llevan viendo cómo pasan seres humanos que siempre se fueron creyendo importantes, las azoteas con algunos palomares y los coches que serpentean por donde antes hubo barrancos o caminos de tierra con tuneras, palmeras y tajinastes. No se ve a la gente desde las alturas de los riscos de San Juan, San José, San Roque o San Nicolás, y el océano es siempre más inmenso que la ciudad que se cree tan importante. Casi nadie mira al sol desde allá abajo, pero sus rayos se extienden como las alas de un ángel milenario. Uno imagina ese espacio dos mil años antes, con el mismo mar y el mismo sol, pero sin calles, sin edificios y sin gentes. Sí sobrevolarían las gaviotas y los lagartos del Guiniguada ya estarían empezando a desperezarse entre las piedras a las que no llegaba el agua que venía de la Cumbre en un estruendo que terminaría fundiéndose con el sonido incesante de las olas de la playa. Vista desde las alturas, la Catedral de Santa Ana parece una puerta de salida a la luz del horizonte que se asoma más allá de los barcos. También, como todas las puertas cuando se abren, es la entrada del amanecer que nunca sabemos qué terminará escribiendo en las próximas horas. Creemos que lo tenemos todo controlado; pero a la hora de la verdad no somos más que un sueño que se improvisa cada mañana. Había un verso de William Blake que decía que si el sol se parara  a pensar que brillaba, seguramente dejaría de hacerlo. Nosotros deberíamos aprender de ese amanecer diario que estaba mucho antes de que llegáramos, y también mucho antes de las carreteras, las cafeterías, las plazas y los bulevares. Si logramos ver la luz es que aún estamos brillando.