Cada cual puede embellecer su propio espacio, plantar un árbol, cuidar unas flores y contribuir a que el mundo sea un poco más bello. Hace años, delante de las casas terreras, y en muchas casas del interior de la isla, siempre había un pequeño jardín que cuidaba alguien con esmero, cariño y dedicación casi diaria. En Las Palmas de Gran Canaria me gusta mirar los balcones y celebrar los que tienen flores y plantas para que nuestra mirada encuentre algo más que antenas o coches por todas partes. Ese pequeño jardín de la foto lo veo siempre que paso corriendo cerca de La Matula, encima del Guiniguada. Me llama la atención su cuidado y el tiempo que se cuenta en lo que está plantado. Uno intuye que se creó con la propia casa, y que ya tiene el trabajo de varias generaciones, la dedicación silenciosa de quienes acarician la epidermis del planeta y logran que brote el milagro de la vida justo al lado del asfalto.
Cuando era niño, una de mis abuelas tenía un pequeño jardín. No había felicidad mayor que regar los nispereros, los geranios y los rosales, o que andar con el sacho para quitar la mala hierba, proteger los esquejes o hacerle caminos al agua para que no se fuera lejos de donde uno quería que llegara para seguir embelleciendo aquel espacio en el quizás aprendí mucho más de lo que entonces me daba cuenta. Un jardín es una metáfora de la propia existencia, de la creatividad, de la paciencia y de esa serenidad que solo regalan los años cuando se asume la primavera y también el inevitable otoño de nuestros pasos si queremos que la vida sigue su curso siempre proteico y sorprendente.
Estos días están en flor las jacarandas de Las Palmas y, cuando sopla el viento, las hojas de los pocos árboles que van quedando, se mueven con ese atavismo danzante con el que llevan millones de años agarrándose a las ramas. La velocidad de los jardines es un prodigioso libro de cuentos de Eloy Tizón, uno de los mejores que he leído en mucho tiempo, y esa velocidad también tiene mucho que ver con lo que aparece en nuestra memoria más unida al olor de la tierra mojada o a las mariposas que veíamos nacer después de un proceso casi mágico, o tan mágico como cuando la flor asoma desde la nada para encandilar nuestras miradas.
El doctor Rafael O`Shanahan, en la misma ciudad en la que está ese jardín improvisado y proustiano que ha llamado a estas letras, curaba el alma de sus pacientes dejando que trabajarán la tierra y que comprobaran que la vida, a veces, requiere un poco de esfuerzo para reconocer el esplendor en la hierba con el que Wordsworth nos contó la existencia y el amor que luego reconocimos con Natalie Wood y Warren Beatty en una de esas películas que logran que las tardes se vuelvan cinematográficamente perfectas. También las aceras que están junto a ese jardín improvisado son baldeadas como las aceras de nuestras infancias de pueblos y de calles adoquinadas. No creo que la Inteligencia Artificial llegue nunca a plantar flores delante de las casas. Ese esfuerzo siempre será humano. Si acaso los pájaros y el viento pueden contribuir también a ese milagro que logra detenerte en medio de la grisura del asfalto.