Hay una memoria de ecos de caminantes y de aguas que bajan de la cumbre, cuevas olvidadas, lagartos, flores que aparecen donde nadie las cuida y un sendero que te aleja de la ciudad en unos pocos minutos. Unos corren, otros pedalean y están los que caminan dándole vueltas a sus propios pensamientos, todo eso lo encuentras en el barranco Guiniguada cualquiera de los días que te adentres entre sus riscos, sus fincas y su sinfonía interminable de pájaros y de gallos cuando amanece.
Barranco arriba uno llega a Santa Brígida, y si se quiere seguir subiendo al barranco Alonso y a San Mateo; pero ese barranco va por partes, y no se parece una a la otra, ni en el paisaje, ni el paisanaje, ni tampoco en la vegetación que te vas encontrando. La sequedad costera no tiene nada que ver con los verdes y los árboles a medida que te acercas al Jardín Canario, ni tampoco se parecen las zonas habitadas, o los bajos del puente de la Circunvalación, con el zumbido de las abejas y el rumor del viento en buena parte del trayecto.
Aún no han florecido las jacarandas del barranco. Estos días, Las Palmas de Gran Canaria está llena de jacarandas florecidas por todas partes, la del Quegles, que casi habría que reverenciar por su belleza, o las que están en los márgenes del barranco que no es barranco sino una herida en forma de carretera que hizo desaparecer el Guiniguada entre el Pambaso y el teatro Pérez Galdós, y que también borró los puentes, siempre necesarios, para atravesar metafóricamente los distintos tramos de la vida, a veces de piedra, firmes y seguros, y otras bamboleantes e indecisos, como aquel puente de Palo que dicen que a veces parecía que navegaba entre las aguas del barranco que soñaba con ser río todo el rato.
Estos días me explicaba Coca de Armas que las jacarandas van floreciendo desde la costa hasta las cotas más altas, por eso aún están sin flores las jacarandas del barranco que están a la altura de La Matula o las de Tafira o Santa Brígida, que florecerán cuando ya estén desnudas las más cercanas a la marea. No todo en la naturaleza ni en la vida de los humanos sucede al mismo tiempo, y ese árbol, además tiene mucho de metafórico, de literario y de mágico. Solo hay que acercarse a la obra del mexicano Alberto Ruy Sánchez para no pasar nunca más de largo bajo una jacaranda.
Pero ese barranco lleva miles de historias que a veces uno intuye en el eco del viento. Para mí es el refugio en el que rebusco en mis adentros, lejos del ruido de los coches y de la gente, frente a frente a la naturaleza, que hace tiempo que sé que es quien lo enseña todo si uno aprende a interpretar la caída de las hojas, las floraciones, las hojarascas y el milagro de la vida en los primeros vuelos de los pájaros o el fulgor de los tajinastes. También hay tabaibas, tuneras, palmerales y hasta un pequeño pinar en el que puedes recrear los pinares cumbreros. Muchos pasan de largo, pero eso es lo que creen, porque sin darse cuenta siempre se están llevando una lección de vida en ese barranco en el que se escribe la historia de esta capital tan henchida de soberbia que, a veces, olvida lo que realmente es importante.