Una ciudad vacía es un espacio extraño, como un sueño sin gente o como un sinsentido. Uno espera siempre calles con peatones, con vehículos que pasan y con comercios abiertos. Los domingos hay horas en que algunas partes de la ciudad parecen que se quedan adormecidas. Recuerdo la sensación de soledad y el silencio extraño de las zonas financieras de las grandes capitales cuando llegaba el atardecer. También vivimos esa especie de espejismo cuando salíamos a la calle en los días del encierro de la Covid en 2020. Todos desaparecimos y mirábamos desde las ventanas las calles silenciosas en las que se escuchaban los pájaros y el viento hasta que llegaban aquellos aplausos de última hora de la tarde.
La foto que ilustra este artículo la saqué hace unas semanas. Era domingo a mediodía y, de repente, al mirar en todas las direcciones, no vi a nadie en las aceras. Es verdad que es una zona mayoritariamente de oficinas que pierde su vorágine semanal cuando llega el sábado y el domingo; pero aun así hay como un ensayo de lo que pueden ser las ciudades si desaparecieran los seres humanos. No tendrían ningún sentido, y el deterioro, hasta que la naturaleza fuera recuperando lo perdido, dejaría ese espacio como una visión apocalíptica. Cerca está el mar y justo ahí estuvo antes la orilla. Hay un gran cardón que uno puede imaginar en el futuro reinando el paisaje como mismo corona las montañas y los riscos de La Aldea, inmensos y atávicos después de haber contemplado el paso de muchas vidas. Pero esa soledad de ese momento fue pasajera y duró apenas unos minutos, antes de que se encendieran los semáforos de la calle Venegas o del cruce de Bravo Murillo. Por ahí delante ya pasaba una guagua, pero luego llegaron coches, motos y esos patinetes que pasan a tu lado como balas perdidas.
Antes me gustaba ir escuchando música cuando caminaba por las calles; pero si lo haces ahora y no escuchas, aunque sea levemente, el motor de los patinetes eléctricos, corres el riesgo de que te lleven por delante si cambias el sentido de tus pasos. Dentro de poco, los humanos tendremos que llevar espejos retrovisores para mirar antes de cambiar la dirección en una acera o para detenernos de repente a mirar un cardón o un árbol. Y si alzas los brazos o te quejas al sentir todavía el susto del roce de esos patinetes endiablados, te puedes ver con alguien que se para y viene a buscar pelea o a preguntarte qué te pasa y por qué le llamas la atención. Ya aprendimos en el patio del colegio que si uno no quiere, dos no pelean, y ese que se detiene y no pide disculpas, solo busca la discusión y el forcejeo, y no está uno a estas alturas para esas contiendas. Lo ideal sería que hubiera un guardia que le multara o que le advirtiera de que no puede ir como un loco por la acera con ese trasto que ha matado la tranquilidad de nuestros paseos urbanos.
Pero no solo sucede esto cuando caminas. Los que vamos en bicicleta también sufrimos sus velocidades y sus adelantos en los carriles bici. Y si vas conduciendo un coche, entonces es mejor que te armes de paciencia porque no sabes por qué lado de la calle te pueden aparecer de repente, o qué ceda al paso se van a saltar porque nadie les ha explicado lo que es un ceda al paso o un semáforo en ámbar. Y si va usted por delante de los perros de Santa Ana mire hacia todos los lados y todas las esquinas porque le aseguro que suben y bajan como si fueran Fangios o Nikilaudas redivivos. Con esa foto, yo les quería hablar del silencio y de la paz que se encuentra a veces en las urbes cada día más agresivas; pero incluso ahí aparecen los patinetes eléctricos. Y no generalizo. Sé que hay mucha gente que los utiliza conociendo sus normas y teniendo cuidado con el prójimo que camina, pero como en casi todo lo que tiene que ver con la convivencia, son solo la excepción patineta de lo que sucede ahora mismo. Y además no solo pasa en Las Palmas de Gran Canaria. Viajes donde viajes ya tienes que caminar como si fueras un vehículo para no verte arrollado como aquellos personajes de los dibujos animados de las tardes de infancia setentera.