Santiago Ramón y Cajal, ilustre neurocientífico y Premio Nobel de Medicina dijo en alguna ocasión que «Todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro.»
Con el paso de los años, los hallazgos de la investigación confirman este sabio principio de su legado.
Los “tres cerebros” de tu vida
La ciencia está aún empezando a desvelar las conversaciones que mantienen de manera constante el cerebro, el intestino y la microbiota intestinal. A lo largo de la vida estos tres «cerebros» también evolucionan y se influyen el uno al otro. Queda un mundo fascinante por descubrir, pero ya existen numerosas evidencias que demuestran que los desequilibrios en la microbiota intestinal son un desencadenante inicial de patologías futuras del cerebro, como son la depresión, el Alzhéimer, el Párkinson y otras enfermedades del cerebro.
Los primeros cambios importantes del eje intestino-cerebro ocurren en los primeros años de nuestra vida, cuando se forja la impronta propia. A partir de los tres años de edad la microbiota se mantiene estable. Posteriormente, el cerebro sigue evolucionando durante la adolescencia (época en la que forjamos las habilidades sociales, la percepción de uno mismo y la gestión de las emociones). Los dos cerebros alcanzan un equilibrio durante la etapa adulta, si bien estamos expuestos a cambios por el tipo de dieta y estilo de vida. Por último, en la tercera edad, se observan de nuevo modificaciones tanto en los microorganismos del intestino como en el cerebro.
La pasión por la comida empieza al nacer
Entre las primeras palabras que aprende el recién nacido están «mamá», «papá», «ajo» en el caso de muchos españoles (por razones que desconozco), y alguna palabra relacionada con «comer» o «hambre». El alimento determina nuestra vida desde sus inicios, hasta el punto de que evolucionaremos según lo que comamos. Aunque la alimentación responde a una necesidad fisiológica para cubrir las necesidades energéticas y estructurales, la comida es también el instrumento para satisfacer nuestros deseos. ¡Como si de una pasión amorosa se tratara!
En el alimento y la bebida encontramos consuelo, olvido, evasión, comunicación, placer, entusiasmo, euforia y hasta un efecto ansiolítico. Ingerir alimentos no es una labor únicamente para llenar el estómago y aportar nutrientes al organismo. Con la comida también buscamos llenar otros aspectos que nada tienen que ver con las necesidades fisiológicas.
Que no falte la glucosa en abundancia para el nuevo cerebro
Cuando una mujer está embarazada, la formación del nuevo cerebro fetal genera un alto coste metabólico.
A partir del primer mes de gestación, proliferan las neuronas frenéticamente y se van ubicando en lo que será el futuro cerebro, siguiendo un programa perfectamente trazado.
¡El ritmo de divisiones de las neuronas alcanza en esta etapa el récord de 250.000 células producidas por minuto!
Desde el quinto mes, el feto abre los ojos y está perfectamente dotado para recibir todo tipo de sensaciones. Nuestras primeras experiencias frente a percepciones variadas (sonidos, movimientos, tacto, etcétera) tienen lugar en la vida intrauterina.
Por esta razón se sabe que incluso hereda de la madre el gusto por los sabores de las especias si esta las consume durante el embarazo.
La actividad de desarrollo genera un alto coste energético, y el feto consume un 60-70 por ciento de la energía total que recibe de la madre en forjar el cerebro. El coste energético total de un embarazo es de 72.000 kilocalorías, de las cuales 50.000 se habrán gastado en el cerebro del nuevo ser.
Al nacer, el cerebro sigue siendo un gran demandante de combustible
¿Sabías que el cerebro del recién nacido consume un 65% del total de la glucosa que ingiere? El cerebro consume unos 100 mg de glucosa por minuto, en particular los bebés. El resto de la glucosa se reparte entre el músculo, que consume aproximadamente un 10%, dejando para el resto de órganos un 25%. El cerebro es un gran consumidor de este combustible. En el cerebro del adulto, el consumo de glucosa es de un 40% aproximadamente, lo que equivale a decir que de las kilocalorías diarias, el cerebro se queda con 1/3 del total.
Al cumplir 1 año, el bebé tiene un 90 por ciento del total del peso cerebral, mientras que el peso total de su cuerpo dista mucho de ser el definitivo. Lo que más desarrolla en esta etapa es lo que se llama «sustancia blanca». La sustancia blanca hace referencia a las conexiones entre las neuronas para establecer una red propia. En este inmenso circuito neuronal se almacenan paulatinamente los recuerdos, aprendizajes, sensaciones, emociones y los acontecimientos y experiencias que estimulan y forman la red neuronal. La colonización de microorganismos en esta etapa es crítica debido al alto consumo energético que el cerebro exige. Estos nuevos habitantes del intestino del bebé ayudan a la digestión de los primeros alimentos sólidos.
En la infancia, el cerebro sigue desarrollándose. A partir de los tres años de edad, el cerebro no suele aumentar de peso, pero se va consolidando y aumentando las conexiones entre las neuronas (la sustancia blanca). Este desarrollo de la compleja red neuronal se continúa efectuando durante la adolescencia y la juventud. Durante la adolescencia se van forjando las habilidades sociales, la gestión de las emociones, la percepción de uno mismo y la interacción con el entorno.
La madurez del cerebro humano se alcanza hacia los 25-30 años de edad.
La microbiota intestinal es partícipe del desarrollo cerebral
En el momento del alumbramiento, sobre todo si es por parto natural, el bebé recibe una avalancha de microorganismos provenientes de la boca, vagina, piel, intestino y leche de la madre. Si el parto es por cesárea, los estudios indican que la cantidad y variedad de microorganismos que recibe el recién nacido es muy inferior. Poco a poco irá enriqueciendo su flora intestinal con las primeras ingestas, en particular si se alimenta con leche materna. Esta leche es rica en carbohidratos de asimilación lenta y ácidos grasos de la serie omega que son esenciales para el desarrollo del cerebro del recién nacido. Se calcula que la leche materna contiene entre el 1 y el 3 por ciento de omega-3, siendo así la más rica en estos ácidos grasos dentro del reino animal.
Una vez instaladas en el intestino, las bacterias ayudan al recién nacido en sus primeras digestiones. A los tres o cuatro días del nacimiento, el perfil de microorganismos del intestino del bebé lactante se asemeja al calostro de la madre. Mientras tanto, el cerebro del recién nacido ya ha alcanzado el número de neuronas con el que gestionará todas las funciones que desempeña. Al nacer, el cerebro pesa aproximadamente 300 gramos y crece a un ritmo vertiginoso, ganando aproximadamente 25 gramos al día.
Hacia los tres años de edad, la microbiota ya es bastante similar al perfil propio que se tendrá en la época adulta, y el cerebro alcanza su tamaño definitivo.
En paralelo, en estos primeros años, de acuerdo a la alimentación y estilo de vida, desarrollamos una comunidad bacteriana variada que perdura. Con el progreso microbiano, se desarrolla el sistema inmune y se genera un sistema metabólico estable. Este periodo de impronta de lo que será nuestra microbiota intestinal es crítico.
Para que la microbiota sea abundante y variada deben incorporarse paulatinamente una amplia gama de nutrientes provenientes de las verduras, frutas y zumos de frutas naturales, pescado, cereales (de grano entero y sin azúcar añadido), legumbres, lácteos, huevos y proteína animal. De esta manera, la microbiota intestinal será equilibrada y el cerebro se nutrirá adecuadamente para su desarrollo y mantenimiento. Si la dieta es vegana es fundamental incorporar suplementos de vitamina B12. Esta vitamina se encuentra fundamentalmente en proteínas de origen animal y muy escasamente en productos vegetales. También es fundamental la incorporación diaria de grasas omega-3.
Cuando la colonización de microorganismos intestinales llega a un equilibrio durante la infancia permanece estable a lo largo de la vida en condiciones normales.
Al alcanzar la madurez del cerebro, la microbiota intestinal también mantiene una composición más o menos estable, si bien se verá alterada por los diversos factores que ya se han mencionado antes (tratamientos con antibióticos o antiinflamatorios, cambios en el tipo de dieta, estrés nervioso, vida sedentaria).
El estrés nervioso se relaciona con un menor volumen cerebral
El estrés nervioso puede provocar cambios en los niveles de cortisol. El cortisol es una hormona (hormona del estrés) que producimos diariamente y cuyos niveles aumentan en situaciones de emergencia. Cuando las personas sufren un estrés excesivo y prolongado producen más cortisol, lo que se ha correlacionado con una pérdida de neuronas, menos memoria y baja capacidad de atención. El estrés puede ser una de las causas de que el cerebro merme sus facultades.
La vulnerabilidad al estrés diario parece ser particularmente nocivo en el cerebro de las personas mayores. Cuando se ejerce una mala gestión del impacto de acontecimientos cotidianos (un atasco de tráfico o una larga cola en el supermercado cuando hay prisa) se puede generar una reacción de estrés. Se sabe que en particular en personas mayores de 70 años, el agobio y la angustia merman las capacidades cognitivas y de la memoria. En realidad no es el acontecimiento estresante el que contribuye al declive mental, sino la manera en la que cada persona responde. En otras palabras, no es la cola del supermercado la causante de los fallos cerebrales, sino el efecto emocional que genere. Por tanto, es preferible que la próxima vez que te encuentres en un atasco en hora punta pongas música y disfrutes relajadamente de la canción que escuches. Tu memoria lo agradecerá.
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