Una vez leí la expresión trabar amistad en un libro, luego empecé a oírla en todos lados, esto es algo que suele pasar con las frases o palabras o dichos que se aprenden tarde. Escribo aprender, pero me refiero a otra cosa: a lo mejor debería decir fijarse. Recibir oportunidades para mirar de nuevo mil veces y decidir, poco a poco, lo que la frase o palabra o dicho significa para ti. Yo leí trabar amistad en un libro, lo sujetaba con las manos todas llenas de sabañones, me habían salido porque hacía mucho frío en La Laguna y no estaba acostumbrada y me dormía con una manta sola y temblaba hasta que acaba soñando que mis dientes, de tanto rozarse, hacían fuego: una amiga llegó al piso y, tras echarme la bronca por estármelos rascando, me estregó una crema. Se la sacó del bolso, declaró menos mal que estoy yo para curarte, hizo que volviera a fijarme en trabar. Amistad.
Hace como un año, llegué a casa de otra amiga con las ligas de las botas tan mal amarradas que no era capaz de desamarrármelas. Ella se sentó en el suelo para intentar deshacerme el nudo, y, aunque tardó un rato (ella metiendo las uñas con cuidado y mordiéndose la lengua del esfuerzo y yo agobiada y a la vez meada de la risa), lo consiguió. Me dije entonces, de nuevo, trabar. Amistad. Y me acordé de eso de escuchar la expresión en todas partes, de quedarme pensando en lo que me hacía sentir, de descubrir siempre que aún no había acabado de descifrarla: creo que lo hice entonces.
Claro que ser amiga es trabarse. Como cuando dos cosas se enganchan y tú sabes que son dos pero puedes elegir contemplarlas en conjunto. Entenderlas como partes que, juntas, se sienten más hermosas. Justo porque trabarlas las hace mirarse, conocerse, decidir que son y que ven y que hablar y escuchar son formas de cuidado. Una amiga es un espejo; y vivir sin ignorar que necesitamos ese espejo, que el reflejo de ese espejo moja nuestra identidad, que estamos apaciblemente empegostadas a ese espejo, es algo tan valiente. Tan poderoso. Ser una, serlo muy fuerte, ser a la vez todas aquellas con las que te trabaste en algún momento, a lo mejor yendo juntas a comprar paquetes de papas en el Mercadona, a lo mejor pidiendo el cortado siempre a la vez en la barra de la cafetería de la universidad, a lo mejor fumando los primeros cigarros jediondos, los pelos esparcidos por el piche y el corazón acelerado, hacer una amiga, hacer una amiga, la vida cambia con esas cosas. Vale por esas cosas.
Mis amigas son quienes me han enseñado el feminismo. Sin ellas, no sé quién sería. Las tardes alegando mientras arrancamos bolitas del sillón son como clases para aprender de mí misma las herramientas que necesito para ser yo misma; ser feministas, a la vez, nos enseña a ser amigas. Amigas que dan besos en la frente cuando la otra acaba de vomitar. Que comparten lo que saben para que las vidas de las demás sean más fáciles. Que se enseñan por completo porque asumir la interdepencia lleva a permitirlo y porque las existencias de otras nos hacen comprender que nosotras también existimos. Muy fuerte. Junto a.
Estoy segura de que, si mis amigas no hubieran estado conmigo, no habría sabido hacer la mayoría de las cosas que he hecho. Desde desatarme las ligas. Hasta decidir que quiero dedicar parte de mi vida a enseñarme yo también.
A veces me pongo a pensar en que siento algo parecido por las escritoras con las que he crecido (con las que estoy creciendo). Creo que ese llevar en la cabeza las enseñanzas y las presencias y los tembleques de admiración de las amigas está muy presente en el acto de enviciarse a un libro, de pensar en él durante meses, de hacerlo de una. También creo que lo que nos sucede con los libros que nos hacen sentir representadas tiene que ver con los lenguajes de sororidad que se generan entre amigas; creo que nos trabamos a algunas autoras como nos trabamos a las amigas, y estar trabadas a ellas nos hace mirarnos y entendernos y decidirnos, pues escribir es otra forma de cuidado. El otro día, cuando me enteré de que se había muerto Almudena Grandes, me quedé parada en medio de un pasillo, la gente empujándome sin querer, yo sintiendo que no se me había muerto una amiga, claro, pero sí alguien que me enseñó a ser yo. El feminismo. Alguien a quien entendí mejor precisamente por ser feminista; alguien importante para mí; alguien a quien echaré mucho de menos.
Si me preguntan alguna vez para qué sirve la escritura, les responderé para hacerse amiga de una misma, para intentar que otras se hagan amigas de sí mismas, para trabarse a las demás y ser un collar de clips gigante en el que todas estamos seguras, en el que todas conseguimos entendernos y hacer cosas. En el que todo es más fácil, siempre.