Esto me parece muy fuerte: yo, cuando era chica, pensaba que mi piel iba a ser perfecta. Una arena como la de la playa. Me miraba a veces en los baños de los bares o en los cristales de los coches y planeaba todo lo que iba a hacer con mi piel estupenda, todos los lugares a los que iba a ir agarrándome con todos los dedos a ella, lo feliz que sería siendo mayor pero con la misma cara que entonces y con los mismos pelos que entonces y con la misma alegría desbordada (la baba cayéndoseme; fuertes sudores; claro que me reboso, claro, claro) que entonces: a veces me dedicaba a dibujarme, y ni una sola vez se me ocurrió hacerlo con puntos rojos o blancos o negros o con manchas o con unas cicatrices que, bajo la solaja que esperaba coger durante tantísimas horas, se hacen cada vez peores. Yo me imaginaba. Perfecta. Y lo hacía, creo, porque no me imaginaba de verdad: simplemente dejaba que la proyección de lo que aún no conocía no apareciera, es decir, me permitía no sufrir aún algo que, poco (dos o tres años) y a la vez mucho (otra vida entera: ya no me quiero comer nunca más un Happy Meal, pídeme el McPollo, papi, me alegro un montón de no acordarme de cómo sabían las papas fritas mojadas en el helado) después, descubrí.
Lo descubrí una tarde. Era el cumpleaños de alguien, ni siquiera me acuerdo de quién, supe enseguida que la capacidad de mi memoria se iba a ver limitada a partir de ese momento, que a los recuerdos normales se les iba a empezar a sumar otra capa: la del número de espinos que tenía. Había munchitos, clipper, sandwiches de nocilla de los que me jartaba tanto y risis para escachárselos entre los dedos y luego hacer que la lengua luchara contra esa nube de sal, había gente partiéndose el culo y había una cámara de fotos: en la pantalla, brillaba yo. Yo apoyada en el hombro de mi madre. Y con cara de culo. Y con la cara de culo cubierta por unas montañas rojas que ¿las tengo?, ay, voy al baño, ay, sí las tengo, salgo del baño, ay, ma, ¿y ahora qué hago?, de pequeña yo pensaba que mi piel iba a ser perfecta y a los 12 años se me llenó de granos y mi memoria adquirió una variable más y me empecé a pasar la vida distraída por se está haciendo más grande este. Este está a punto de que me lo pueda ya estallar. Este no se me va a quitar jamás. Este es tan feo que yo ya no sé si yo soy yo.
Al trabajo de ser una niña desbordada. Se le añadió el de ser una adolescente vigilándose.
Odié no haberlo sufrido antes. No haberlo anticipado. Haberme pegado la infancia creyendo que iba a tener una forma a la que me sabía ya totalmente incapaz de llegar: entendí, a los 12, a los 13, a los 16, a los 20, que imaginarse es una trampa, pues lo hacemos sin que nos hayan explicado todas las normas del juego, lo hacemos jugando a un juego propuesto por otra niña insoportable que se va inventando lo que hay que hacer sobre la marcha y finge que todo pasa porque tiene que pasar y tú ahí pero muchacha, cómo iba yo a girar para donde querías si hace un minuto la cosa aún no era así, tú observándote en una cámara con una pantalla tan mala que las otras personas parecían desdibujadas, y aun así tus destellos en los cachetes y tu constelación de esto no tenía que aparecerse aquí. Fuera esto para siempre. No soy yo.
Entendí, entonces, que proyectarse perfecta es tan fácil: solo de una forma. Y crecer imperfecta es dificilísimo: de tantas que algunas incluso te las pierdes; de tantas que te asustas a ti misma más que la película de miedo aquella que pusieron en el cine de Charco del Pino una noche en la que tenías 15 granos de tamaño parecido y tacto como de plástico y consitencia media; otra capa en la memoria; en la existencia, porque.
Tener acné me enseñó las transformaciones. Lo concreto.
Ahora, a los 26, sigo con extraterrestres rojos fuera váyanse para el carajo pegados a la piel de la cara. Aunque los cuido, les aclaro siempre que el fuera váyanse para el carajo es, en realidad, una broma mía: he aprendido que lo supuestamente imperfecto (que tu piel no sea lo que proyectabas que sería cuando no te habían enseñado lo que es realmente una piel) es, en realidad, lo real. Prefiero mis espinos, lo inesperado, a la cara perfecta bajo la sombrilla y yendo a sitios para mostrarse y la misma expresión con la que nací: prefiero comprender la vida, implicarme en ella, jugar a examinarla, gritar chos, chiquita sorpresa, conocer cómo soy cuando no intento ser nada, cuando lo que voy a ser todavía no existe. Sin culpa: las presiones estéticas no solo nos roban eso, sino que además nos llenan de odio. Por no crecer como no se puede crecer. Por no ser lo que solo podríamos querer ser si no contáramos con suficiente información sobre nosotras: le añado a la capa sumada a mi memoria (el fos, esto no estaba en lo que yo quería para mí) la capa de estoy lista para lo que me suceda. De sucederé tal como soy y punto. De la culpa es de quien me culpa, de yo, y solo yo, soy yo.