Hace unos días, cuando presentaba mi nueva novela, estaba en primera fila mi primer amigo. Más de cincuenta años después nos seguimos reconociendo y mantenemos la misma complicidad de los primeros juegos, los lejanos sueños y una vida descubierta en la aventura diaria de la calle y del deporte, de la búsqueda de pequeños paraísos escondidos y también de ese paso del tiempo que nos ha separado tantas veces. Cayetano Mateo Espino, Tanito, era mi vecino, mi cómplice, el primer amigo que recuerdo, el que todavía está al otro lado del teléfono cuando lo necesitas.
Era el mejor en el deporte, un porterazo casi imposible de batir en el fútbol y en el balonmano, valiente, concentrado y con unos reflejos que le copiaba a Iríbar, a Carnevali o a Arconada. A uno le tranquiliza saber que mantiene a salvo al niño que aprendió a escribir novelas sin saber lo que eran las novelas. Tanito conoció mis primeras historias inventadas y toda la épica que regala la infancia para siempre. Fue el azar quien nos unió en la vecindad y en el colegio, y hasta los quince o dieciséis años siempre fuimos inseparables. Luego cada uno tomó su camino: yo me fui fuera de las islas mucho tiempo, y cuando regresé ya no volví a Guía. Él también salió lejos, pero luego retornó a nuestro pueblo de infancia y cuidó de su madre cuando la desmemoria y el olvido llegó a su mente. El otro día, en la presentación de Los días de Guayedra en la librería Sinopsis, me pidió que le dedicara un par de libros, y uno de ellos era para su hermana Elizabeth Mateo, que cuando éramos pequeños salía en la tele y viajaba por todo el mundo bailando junto a Gelu Barbu o Lorenzo Godoy. Me veo jugando con Tano sin conocer todavía el significado de las palabras, corriendo por las calles de un pueblo que entonces estaba vivo, lleno de niños y comercios, y con todas sus puertas abiertas. No idealizo nada porque en la infancia de los primeros setenta del siglo pasado sólo había un canal en la tele que aburría casi siempre y, por tanto, toda la vida estaba en la libertad improvisada de la calle.
Quizá uno escribe novelas para eternizar la infancia y poder seguir jugando siempre a la mentira y a los sueños. Tengo otros amigos de entonces y también sumamos alguna ausencia que nos arrebató la parca. De repente, estamos a unos pocos pasos de los sesenta años, nosotros, que creíamos que íbamos a estar siempre trepando árboles, bañándonos en las maretas o marcando goles en estadios improvisados con un par de piedras en cualquier finca abandonada. Por estos días, esos campos, con las primeras lluvias, se llenaban de césped. Nosotros llamábamos césped a los cuatro hierbajos que desaparecían y se convertían en barro con un par de pelotazos. Recuerdo a Tano volando de poste a poste entre esas piedras. No había quien le marcara un gol. Por suerte, siempre jugó en mi equipo, y ahí seguimos, reconociéndonos en la complicidad de cuando la vida era una aventura diaria en la que todo era un acontecimiento.