Las lágrimas de risa son gotas de pis que se desvían. A esa conclusión llegué una tarde, aún pequeña. Aguantándome las ganas de mear mientras mi abuela me decía burradas y yo le contestaba burradas y el aire se llenaba de mundos creados con palabras (mundos en los que la gente se empezaba a caer de culo y se cagaba pedos y se propulsaba como las naves espaciales); haciendo todas las fuerzas que podía para que no me pasara, ahí no, no en ese momento, hasta que sentí que algo me bajaba por los cachetes. Como arrastrado por dos dedos. Y daba taponazos en el mantel: uno, después otro; un chorro vergonzoso, dosificado, transparente. Fue entonces, yo mirando los círculos de agua y preguntándome cómo va a ser eso y diciéndome pero qué tendrá que ver reírse con llorar, cuando la idea empezó a formárseme dentro: pis que se desvía, no es verde ni huele a nada porque quiere ahorrarte la vergüenza, una no se orina en público y por lo tanto una tampoco hace una fiesta como esta en público, el cuerpo doblado como una servilleta, las manos juntándose y separándose, las ganas de arrastrar la cara por el suelo para morder los ciscos y de bailar hasta explotar. De mirarlo todo y hacerlo todo propio.
Al principio, la idea fue un problema: la risa era lo que yo más amaba. Después, con el tiempo, y porque la risa era lo que yo más amaba, le encontré ventajas: ocultando la cara tras las manos en la última fila de mesas de la clase y sentada sobre el piche de una calle alejada y dándole codazos a otro codo y dentro de los baños del Meridiano y en varias cocinas y en el fondo de una sala en la que todo el mundo estaba serio, de la que podían echarme por no estar igual de seria: empujando la silla de oficina en la que una amiga se había sentado después de la presentación de un libro y botándola por una rampa. Para convocar el pis de los ojos, había que esconderse. Y esconderse, creíamos, aumentaba la fiesta.
Porque una no se orina en público y por lo tanto una no hace una fiesta en público y por lo tanto una se estira la camisa en público y se sienta con las piernas cruzadas en público y saluda con dos besos en público y habla bajo en público y no hace ruido en público y asegura cosas sin dudar en público y no se tropieza en público y es comedida en público y sigue las normas en público y, sobre todo, no lo hace todo propio en público.
Sí cuando hay confianza y lo que eres no depende de cómo te comportas; sí cuando estamos en casa o solas o por ahí con las amigas, en los lugares y los momentos que nos han enseñado que no merecen ser contados, que se supone que no recordaremos cuando nos sentemos a esbozar nuestras identidades. Lo que ha valido la pena hacer. Lo que podemos aportarle al mundo y lo que nos tomamos en serio: la verdad.
El mes pasado, leí ‘El libro de las lágrimas’ (Tránsito, 2020) de Heather Christle. La autora cuenta que el libro surgió de la idea de construir un mapa de todos los lugares en los que ha llorado; a través de ello, analiza lo que significa el llanto, y también lo que significa ser una persona que llora. Puntualmente. O frecuentemente. Leí la mayor parte del libro echada en el sillón, con un mechón de pelo dentro de la boca, y me descubrí pensando en llorar como nunca lo había hecho: llorar siempre me había parecido un accidente, parte de esa capa de la intimidad que, de tan interior que es, parece no existir. Al rato, fui al cuarto en el que mi hermana estaba estudiando y me senté en el suelo y me manché toda la camisa de lágrimas y luego se me hincharon los labios y hasta se me trancó la nariz. No fue un llanto normal: mientras enumeraba sus razones, el libro se me repetía en la cabeza, y lo que me estaba pasando me parecía por fin explicado, concreto, y ya no era, para mí, algo fuera de lugar, una huella de la infancia imborrable pero inconfesable. Privada.
Existía en lo público. Significaba.
Pensé en la risa. En la idea; en entenderla como una vida paralela a la vida de verdad; en que era lo que yo más amaba, y la convertí, sin entender por qué, en un premio; pensé en todas las cosas de las que no hablamos porque creemos que no significan nada. Porque no nos han hablado de ellas. Porque pensamos que esconderlas aumenta la fiesta: una puede llorar en público, y por lo tanto una puede llorar de risa en público, y por lo tanto una puede incluso mearse en público.
Si aprendemos que lo privado está fuera de lugar en lo público, es porque quienes rigen lo público no quieren que nos apropiemos de ello. Somos todo lo que somos; y la seriedad y la solemnidad que nos imponen forma parte de un mecanismo que excluye a quienes no responden a los imaginarios patriarcales, es decir, a quienes, por habitar los márgenes, se nos disciplina en el tú no existes. En el tú no eres la verdad.
Termino 2021 pensando en todas las compañeras que se atrevieron a deshacerse de la idea y a ayudarnos con ello a las demás a hacerlo. Gracias.