Fran Belín./ CEDIDA

Opinión

Movilizado contra el móvil (y excepciones)

Periodista

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Verán. No porque sea agosto profundo y ya no queden argumentos de los que escribir, que si nos ponemos de éstos abundan a millares; tan solo, por nombrar, viajando a Lanzarote con sus inquilinos insignes que pasan de todo, ya me entienden.

El caso es que se me enciende la bombilla ante un hecho cotidiano de perogrullo (“verdad obvia o innecesaria”, según el Diccionario de la RAE). Ustedes dirán: “¡nada excepcional!”, pero mientras hilvano estos párrafos me hago una especie de psicoterapia a cuenta del aparatejo del que apenas me desprendo y que, sin embargo, recuerdo que servía en sus orígenes para ser libre y estar ‘conectado’ sin estar en casa o la Redacción, evitando las cabinas telefónicas ya extinguidas.

No recuento las horas sumadas en las que hago uso de este mini “mayordomo” aunque sí caigo en la cuenta de un rasgo fundamental: ahí está, el condenado, en todo. Sí, en todo, hasta en la sopa, hasta la saciedad, hasta decir basta. Se te va la mirada, el dedo, ahí está acechando el muy condenado…

A veces pensamos en las adicciones como algo tan inherente al ser humano como igualmente destructivo: alcohol y drogas, vicios varios, tabaco… También, pongamos, aquellas singulares y enfermizas de coleccionistas insaciables, caso de los que lo hacen con Ferrarys o Rolez, un extremo que ni me imagino por razones obvias.

Pero el móvil. El celular. De todo color y tamañito. Diseño y condición. Estándar o plegable, tanto da. Lleva a la destrucción ese “bichito” indomable que se enciende y se apaga recordándote que está ahí: sí, chaval, “estoy aquí”, exigiendo que lo atiendas. Que le hace falta cargar la batería y que tienes 100 mensajes pendientes de guasap, la mayoría de grupos que ni te interesan ni te borras de ellos por falta de valor.

Abres el móvil por la mañana, de madrugada, a ver “si hay algo”, antes incluso de la ducha reglamentaria. Con el desayuno o el café: miradas furtivas; otra vez, venga, que este mail es importante y, como marcan las reglas no escritas, con malas noticias. A ver… Sí, pésimas. Tengo que contestar.

Porque además, aunque quisieras tenerlo apartado, es parte fundamental del trabajo. Respondes (entre el trabajo, hola amorcito, qué tal), consultas, porfías, te cabreas… otra vez mandas el mensajito de cariñito con un sticker de los que has ido coleccionando con tiempo (me encanta el de la Rana Gustavo tirándose al vacío).

Sí, tiempo, a tope, sin límite, a destajo. Gasto de vida. Horas acumuladas en las que, de repente, te sale en la pantalla un vídeo feisbuk o de yutub, de una canción que escuchabas cuando tenías 20 tacos. ¡Ño! “The year of de cat”, de Al Stewart. ¿Cómo se habrá enterado el aparatejo este o lo que hay dentro? Lo llaman algoritmo, tan alegremente, pero esto de tus preferencias tan lejanas e inconfesables es que ya pica la curiosidad.

Porque luego te sale un fragmento de “La vida de Brian” y te echas unas risas y lo compartes con fulanita-o y este no te responde, y a lo mejor te mosqueas y te quedas con la cosilla (a cuenta del móvil y del guasap de respuesta que no llega); y justo en ese momento tienes que mandar una transferencia o un bizum y entonces bendices al simpático cuadratín con pantalla y floripondios varios (que gastan memoria, que esa es otra), aplicaciones traicioneras, anuncios insoportables, fotos y más fotos y los ¿vídeos? ¿y las horas que suman?.

Un rato de distensión y vamos al juego, candy no sé qué, a cruces de palabras o, si no, vuelta a la “conversación” encendida en el grupo de antiguos alumnos de guasap; en la siesta empiezan las “muecas sonoras” (qué agobio) y después tienes que completar unas cuantas ‘cosillas’ de nada del trabajo. Lo tienes ahí al lado, siempre, ni que la mascota, aunque no lo llames Toby; matrimonio de conveniencia, tiene pinta, con este aparatejo del demonio.

¡Hay una discusión acerca de un dato! el móvil, juez impasible, deja claro quién tenía la razón. Caras de circunstancia, entonces. ¿Un rato distendido en el restaurante? Fotografías de los platos (espérate que se las paso a Choni para ‘fardar’). ¿Estamos en un momento fabuloso en un concierto o un paraje natural espectacular? – Qué más da. Perdemos el instante (el culo y con perdón) grabándolo con el móvil o celular en lugar de vivir el momento para que luego, muy posiblemente, quede olvidado en la sobrevalorada nube (nunca mejor dicho lo de nube).

Sumamos horas así, fijando las pupilas y el alma en el móvil. Lo compruebas a tu alrededor. Todo el mundo con móvil y yo también, caray, y las cervicales de todos de aquella manera. Dice alguien en plan jocoso: “verás los pulgares de los humanos del futuro”; pues sí, si no fuera que acecha en serio la Inteligencia Artificial.

Estoy saturado del móvil pero qué más da una más. Una más de ‘X’ o de la jugada de Morata o qué ha pasado con Morata con su crisis matrimonial.

Te actualizan las aplicaciones, muchas veces para mal pero más atractivas, por supuesto. Más y más y en el informativo te avisan acerca de las estadísticas demoledoras de la panzada de horas que nos pasamos ante la pantallita. Los niños, los jóvenes, la productividad entendida como vivencias humanas… Hacemos caso omiso de la advertencia y pinchamos en nuestro móvil para rebuscar qué móvil nuevo vamos a comprar.

El móvil en el bolsillo de atrás, el móvil en el bañador; se cayó guasap en el mundo, estamos perdidos: nos falta la respiración. El guasap, el guasap,…

Miro de reojo a mi móvil mientras escribo estos párrafos y no sé si me la tiene guardada. Por de pronto le voy a quitar el sonido pero no me fío. Ni siquiera apagado.

No crean, que me he empachado después de este artículo de agosto, aunque en un rato tendré que consultar algo importante. ¿Lo haré en un libro o en una enciclopedia? No en el móvil. ¿Cómo lo adivinaron?

Se abren las apuestas porque lo que está claro es que tengo que poner a cargar al muchacho este.