Es un libro distinto. La ciencia y la vida (Plaza y Janes, 2008) es una celebración, una fiesta tranquila de dos conversadores que se admiran. Un prestigioso cardiólogo que salvó de la muerte a un prestigioso académico. Como lector, siempre he perseguido una sola meta por encima de cualquier otra aspiración: el encuentro de conocimientos para crear una estructura de pensamiento. Armar el pensamiento tras la confluencia, tras la hermandad sin dogmatismos, porque la ciencia médica debe tener humanismo y el humanismo ciencia.
Valentín Fuster (director del Instituto Cardiovascular del hospital Monte Sinaí de Nueva York) y José Luis Sampedro (miembro de la Real Academia Española), dos autoridades en sus respectivos campos de trabajo se sientan a conversar durante tres días, dejando las prisas a un lado, hiperdesarrollando la inteligencia activa de la motivación. Conversar para escucharse y reflexionar, en un momento en el que percibo la sonoridad molesta de un ruido recurrente, compuesto por demasiadas personas hablando a la vez, para decir lo que piensan sin escucharse. La ciencia y la vida es un canto al respeto, un diálogo enraizado en un profundo humanismo accesible para todos, como si la gran filosofía se hiciera con palabras sencillas.
El ser humano ante la enfermedad. El ser humano ante la indefensión. El ser humano inmerso y, probablemente, perdido en un ritmo desenfrenado de vida, en pleno siglo veintiuno, y seducido por el potencial abrumador del éxito laboral. La enfermedad como reto para reorganizar la vida.
La ciencia y la vida es un libro hermoso. Habla, en tono ameno y divulgativo, de que el importante desarrollo técnico de la medicina debe hallar un estado de equilibrio con otros aspectos de la vida humana, tal vez, en no pocas ocasiones, olvidados.
El cuerpo como centro de la acción y traductor de síntomas. La vida laboral y las motivaciones presentes más allá del trabajo, la realización personal, la influencia irreductible del entorno. La salud entendida como un estado en el que también existe, como un silencioso runrún el estado de “no salud”. La diáfana consciencia de que somos ese todo que se desintegra con frecuencia y se disocia de una realidad que representa un todo coherente: el organismo humano con todos sus tejidos, con la pesada cabeza dentro de la cual un antiquísimo amigo llamado cerebro marca el paso.