En el vasto y tumultuoso escenario de la vida, cada uno de nosotros se enfrenta a desafíos y obstáculos que, en ocasiones, parecen montañas imposibles de escalar. Nos encontramos inmersos en una competencia constante, no contra otros, sino contra nuestros propios miedos, inseguridades y limitaciones. Es en este contexto que quiero invitar a mi gente de colores a reflexionar sobre las olimpiadas personales que todos jugamos a diario. Porque, al fin y al cabo, todos somos atletas de nuestras propias vidas, luchando por superar nuestras sombras, alcanzar nuestras metas y, sobre todo, descubrir y abrazar la mejor versión de nosotros mismos.
En este viaje personal, las medallas no están hechas de oro, plata o bronce; son momentos de inmenso crecimiento, de aprendizaje doloroso y de autoconocimiento revelador. Son esos instantes en los que, tras una batalla interna desgarradora, logramos levantarnos con una fuerza y una determinación que no sabíamos que teníamos. Quiero abrir mi alma y compartir con ustedes, desde lo más profundo de mi ser, mis propias olimpiadas, aquellas en las que he competido y sigo compitiendo, con la esperanza de que mi experiencia pueda tocar sus corazones, resonar en sus vidas y motivarles a seguir adelante, a pesar de todas las adversidades.
Bicicleta, rutinas y paz
Cada mañana, a las 5:45, el sonido del despertador me arranca del sueño y me empuja hacia el comienzo de un nuevo día. Con los ojos aún medio cerrados, me preparo una taza de café, esa infusión mágica que me brinda el primer suspiro de energía. Siento el calor de la taza en mis manos y, con cada sorbo, me voy llenando de propósito, de esa chispa que enciende mi espíritu para enfrentar lo que venga.
Apenas terminada mi taza, me dirijo al gimnasio, ese pequeño rincón del mundo que he adoptado como mi refugio. La familia Kindom, como cariñosamente lo llamo, no es solo un lugar de ejercicio; es un espacio de risas, de sudor compartido, de conexión humana. Allí, rodeado de personas que también persiguen sus sueños y luchan sus propias batallas, encuentro una comunidad que me sostiene y me impulsa.
Y luego está mi momento sagrado: la bicicleta estática. Subirme a ella no es solo un acto físico, es un ritual de introspección. Cada pedalada es un paso hacia adentro, una oportunidad para reflexionar sobre mi vida y mis decisiones. Es en ese espacio donde se gestan las grandes decisiones, donde mis pensamientos fluyen y las respuestas emergen con claridad. La bicicleta se convierte en mi consejera, en la silenciosa confidente de mis más profundos dilemas empresariales y personales.
El otro día, mientras seguía mi rutina y mis piernas se movían al compás de mis pensamientos, levanté la mirada y observé a mi alrededor. Me di cuenta de algo esencial: todos estamos librando nuestras propias batallas. Cada persona con la que cruzaba miradas llevaba consigo preocupaciones, miedos, anhelos. En ese momento, me sentí un mortal más, una simple pieza en el vasto rompecabezas de la humanidad. Me invadió una sensación de humildad y de conexión con los demás, recordándome que no estamos solos en nuestros problemas.
Reflexioné profundamente sobre mi vida, sobre las decisiones que había tomado y si realmente me estaban acercando a mi objetivo principal: la paz mental. Y fue entonces cuando me di cuenta de que había mucho que cambiar. Siempre digo en mis cursos que debemos preguntarnos: “Si hoy fuese el último día de tu vida, ¿es este el día que quieres vivir?” Lamentablemente, al pensar en ello, llevaba muchos días respondiendo que no.
Este es solo el comienzo de una serie de momentos y situaciones que me han impulsado a tomar acción y a buscar el cambio necesario. Porque en estas olimpiadas personales, cada paso, cada pedalada, cada reflexión, nos acerca un poco más a la meta: la paz y el bienestar interior.
La emoción que te desvía del camino
Siguiendo con el hilo de las batallas y los propósitos, hay algo esencial que a menudo pasamos por alto: cómo las emociones pueden desviarnos del camino. Nuestro cuerpo y mente son una maquinaria compleja, y las emociones, aunque son una herramienta preciosa para vivir plenamente, también pueden hacernos tropezar. Las emociones intensas, especialmente aquellas que liberan grandes dosis de dopamina o cortisol, pueden hacernos más torpes y menos estratégicos.
Imaginemos una emoción intensa como un hermoso cactus. Al principio, su singular belleza nos atrae, pero a medida que nos acercamos y lo abrazamos, sentimos los pinchazos. Nos damos cuenta de que cada espina que se clava en nuestra piel es un pequeño recordatorio de que tal vez nos estamos alejando de nuestro verdadero camino. Y, sin embargo, seguimos abrazándolo, a veces cegados por la intensidad de lo que sentimos.
Quiero preguntar a toda mi gente de colores: ¿alguna vez se han encontrado en una situación donde saben que no les conviene, pero la emoción los tiene secuestrados? Es como si, en lugar de tomar decisiones que nos brinden paz, aunque sean dolorosas, nos dejamos llevar por aquello que nos hiere. Nos embriagamos con la emoción, perdiendo de vista nuestros propósitos y objetivos.
Es crucial, en esos momentos de embriaguez emocional, dedicar tiempo a parar. Parar para dejar que las cosas toquen tierra, para permitir que nuestros pensamientos y sentimientos se reordenen. La vida, de vez en cuando, nos sacude con una fuerza impresionante. Y es en esos momentos cuando debemos estar bien anclados en nuestros propósitos, para no ser arrastrados por la tormenta.
La emoción es una parte hermosa de la vida, pero también puede ser traicionera si no la manejamos con cuidado. Invito a todos a reflexionar sobre sus propias experiencias y a preguntarse: ¿están sus emociones guiándolos hacia donde realmente quieren estar? ¿O los están desviando del camino hacia sus verdaderas metas y sueños?
Cabezota sin remedio
Uno de mis grandes talentos se ha convertido, en más de una ocasión, en una de mis mayores desdichas. Siempre he creído que la perseverancia es una virtud incomparable, una fuerza imparable que, gota a gota, puede erosionar hasta la roca más dura. Soy una persona paciente en la construcción de mis objetivos, un cabezota sin remedio que no entiende el “no” como respuesta. Creo firmemente que todo es posible si se persiste lo suficiente.
Sin embargo, en este viaje de introspección y reflexión, he descubierto que esta virtud puede volverse en mi contra. A veces, ser un cabezota sin remedio, tan enfocado en alcanzar una meta, puede llevarme por caminos de dolor y frustración. Me he dado cuenta de que, por mucho talento, bondad y esfuerzo que uno ponga, hay cosas que simplemente no se pueden lograr. Esta lección, tan simple y a la vez tan profunda, es una de las más difíciles de aceptar.
Quiero compartir con mi gente de colores este aprendizaje doloroso: debemos entender que no todo depende de nuestra voluntad. Hay momentos en los que, pese a nuestra dedicación y entrega, la vida nos muestra que ciertas cosas no están destinadas a suceder. Y no tiene nada que ver con nuestra falta de esfuerzo, nuestra capacidad o nuestra bondad. Es simplemente que no se puede.
Este reconocimiento me ha roto por dentro. Me he sentido como un niño perdido, desgarrado por la realidad de que, a veces, nuestros sueños y esfuerzos no son suficientes. Pero en este dolor también he encontrado una extraña paz. Me he permitido abrazar a ese cabezota sin remedio que hay en mí, darle la mano y decirle con ternura que está bien. Que no pasa nada si las cosas no salen como esperábamos, que no siempre podemos alcanzar todas las metas que nos proponemos.
Es un mensaje duro, uno que arranca lágrimas y desnuda el alma. Quiero que todos los que lean esto sientan ese nudo en la garganta, esa conexión con la verdad cruda de la vida. A veces, a pesar de todo nuestro empeño, simplemente no se puede. Y está bien. Está bien sentir el dolor de la derrota, el desgarro de los sueños no cumplidos. Porque en ese dolor también hay un camino hacia la aceptación y la paz interior.
El concierto de Karol G
Hace unos meses, nos enteramos de que Karol G, la Bichota, venía a España, a Madrid. Esta cantante colombiana se ha convertido en un fenómeno mundial, y su último trabajo musical se enfoca en aprovechar la tristeza y convertirla en algo bonito. El título del álbum, “Mañana será bonito”, habla del amor, del desamor, de la construcción de la vida y de la paz. Aunque no soy especialmente fan, quise acompañar a mi hermana, y la experiencia resultó ser verdaderamente impresionante.
Cuando llegué al concierto y vi salir a Karol, me impactó profundamente. Era una mujer hermosa, con un aplomo tremendo. Su actitud ganadora, combinada con una ternura innata, me conmovió hasta el punto de llegar a emocionarme. Su mensaje, ese mensaje de que “si no te buscan, no haces falta”, resonó en mí de una manera inesperada. No sé si creen en el universo, pero algunas de sus canciones que no conocía se convirtieron en pequeños mantras, en mensajes que me cubrieron de cariño.
Ver a Karol G, una mujer fuerte y reconocida mundialmente, romperse a llorar en ese primer concierto fue algo mágico. Me sentí parte de ese momento, una pequeña pieza en un enorme mosaico de emociones compartidas. Incluso alguna lagrimilla cayó por mi mejilla. Hubo momentos del concierto que me hicieron sentir feliz, y otros que me hicieron sentir verdaderamente triste. Aún estaba librando la batalla de alcanzar metas que, en ese momento, no me daba cuenta de que no dependían de mí.
Me comparé, busqué alternativas y sentí una profunda frustración porque, a pesar de estar dándolo todo, no estaba consiguiendo lo que quería. Esta mezcla de emociones me dejó desconcertado y reflexivo. El concierto de Karol G fue fantástico e inspirador, pero también afloró en mí algunas inseguridades profundas.
Conversaciones de barbería
Cada semana voy a ver a Guille, mi peluquero. Me encanta, no solo porque me deja guapísimo, sino porque durante ese ratito me relajo completamente. Mis problemas laborales desaparecen y nuestras conversaciones se transforman en tertulias elevadas sobre las filosofías de la vida. En nuestra última charla, tuve una revelación que quiero compartir con ustedes.
Le conté a Guille sobre el concierto de Karol G, sobre mis reflexiones y la sensación de estar en desventaja mientras luchaba por algunas metas. Guille, con su sabiduría tranquila, me miró y dijo algo que me dejó sin palabras: “Lo que estás planteando no es una batalla. Simplemente no has entendido que hay una realidad inamovible. En tu ánimo de ser ese agonía y cabezota, estás queriendo transformar una realidad que no se puede transformar.”
Sus palabras fueron un golpe de realidad. Me di cuenta de que, en mi afán por seguir luchando, estaba generando mucho sufrimiento. Estaba intentando competir contra los cinco elementos de la vida sin darme cuenta de que había batallas que no se pueden ganar. Ese fue uno de los aprendizajes más importantes que he tenido en este tiempo.
Guille me hizo ver que quizás estaba equivocándome de disciplina, que estaba jugando en unas olimpiadas que no me correspondían. Fue una revelación maravillosa. Cada vez que comparto un rato con él, no solo me siento más guapo por fuera, sino inmensamente mejor por dentro.
Salí de la barbería y me dirigí a un banco cercano. Me senté y empecé a llorar desconsoladamente. Entendí lo que el destino me estaba diciendo: no me estaba castigando ni señalando que no estaba haciendo las cosas bien. Simplemente, el niño cabezota que hay en mí se había empeñado en cambiar una realidad inamovible. Lo único que podía hacer era darme más cariño y amor propio.
Esta conversación fue un momento crucial de autocomprensión y aceptación. Comprendí que algunas luchas no se ganan con perseverancia, sino con aceptación y amor hacia uno mismo. Fue una lección que me dejó marcado y que quiero compartir con todos ustedes, porque a veces, el mayor acto de valentía es aceptar las cosas tal y como son.
Dormir con el monstruo
Dentro de cada uno de nosotros habita un pequeño monstruo, nacido de nuestras experiencias y aprendizajes, que nos susurra cosas tristes y nos hace sufrir. Siempre he dicho que hay dos formas de tratar con este monstruo. La primera es alimentándolo, y en ese juego perverso, quienes salimos perjudicados somos nosotros mismos. Nos damos mucha caña, nos miramos al espejo y nos castigamos mental y físicamente. La frustración nos ciega, impidiéndonos ver más allá del árbol frente a nosotros, sin poder apreciar el bosque en su totalidad.
Dormir con el monstruo es una experiencia desgarradora. Cuando lo alimentamos, empezamos a sentir una serie de síntomas terribles, tanto mentales como físicos. Las taquicardias se apoderan de nuestro corazón, el dolor de barriga nos retuerce por dentro, y todos nuestros músculos se fruncen hasta dejarnos exhaustos. Es difícil competir en las olimpiadas de la vida cuando llevamos a este monstruo a cuestas. No estamos solos en esta competencia; estamos cargando con ese monstruo interno que todos llevamos dentro.
A veces, incluso, nos llevamos al monstruo a la cama. Es en esos momentos cuando las pesadillas nos atrapan, ya sea mientras estamos despiertos o en el mundo de los sueños. Revelan nuestros miedos e inseguridades más profundos, robándonos la felicidad y la paz. Yo he vivido mucho tiempo con este monstruo. Me ha tratado fatal, y yo, como si tuviese síndrome de Estocolmo, he pasado años alimentándolo.
Este monstruo me ha consumido en innumerables noches de insomnio y angustia. Me ha susurrado al oído que no soy suficiente, que mis esfuerzos son en vano, que no merezco alcanzar mis sueños. Me ha hecho sentir pequeño, insignificante, atrapado en un ciclo de autodestrucción del que parecía imposible escapar. Cada taquicardia, cada espasmo muscular, cada pesadilla eran recordatorios de que estaba luchando una batalla perdida, una batalla contra mí mismo.
Escribir este artículo es un acto de liberación. Quiero compartir con ustedes cómo, en algún momento, decidí dejar de alimentar a ese monstruo y cómo estoy aprendiendo a competir en mis propias olimpiadas de una manera más saludable y amorosa. Pero ahora, quiero que sientan el peso de este monstruo, que comprendan lo difícil que es dormir con él y cómo puede rompernos en mil pedazos. Porque solo enfrentando nuestras sombras más oscuras podemos empezar a buscar la luz que necesitamos para sanar.
Reenfocar
Un día, te sientas porque ya no puedes más. El mundo es muy, muy, muy, muy gris y oscuro. Y tú, que tienes todas las herramientas porque te has formado en desarrollo personal, decides que algo tiene que cambiar. Intentas respirar, respirar profundamente, mirando al Buda que tienes en medio del salón, esperando casi que te hable. Y lo que haces es reenfocar.
Quiero explicar en este artículo que hay un momento en el que, si a través de esa nube gris aparece un rayo de luz, en vez de quitar la mirada, debemos enfocarnos en él porque nos está indicando el camino. Quizás llega un momento en el que te das cuenta de que la aceptación es el único camino para no perder todo lo que te hace feliz. Y en ese camino de la aceptación, tienes que reenfocar tu pensamiento, tu forma de ver la vida, dejar de alimentar al monstruo. Tienes que intentar meterlo en una jaula dorada, sabiendo que siempre buscará formas de escapar, pero confiando en que tienes la capacidad de atraparlo nuevamente y reenfocar tu vida hacia una paz mental.
No me cabe duda de que en el momento en que entendí esto, las cosas empezaron a mejorar. Hay una relación íntima entre nuestro estado mental y físico. Cuando nos sentimos mal, tristes, nos vemos peor físicamente. Esto seguramente les pasa a muchas personas que están leyendo este artículo. Nos sentimos torpes en el trabajo, nos invade el síndrome del impostor, y a veces caemos en actitudes depresivas que no son saludables. Muchas veces intentamos tapar estos problemas con más eventos, más trabajo, sin resolver el problema de fondo.
A veces en la vida, hay que entender que el juego tiene reglas para las que no estamos preparados. Ese juego torticero, donde de repente ocurren cosas inesperadas y caprichosas. La fórmula para resolverlo es detenerse y sobre todo, reenfocar. Reenfocar es la clave para encontrar la paz en medio del caos, para recuperar la claridad cuando todo parece oscuro.
En este proceso, redescubrimos nuestro poder, nuestra capacidad de resiliencia, y volvemos a encontrar la luz que nos guía. Nos damos cuenta de que, aunque el mundo pueda parecer un lugar gris y sombrío, siempre hay un rayo de luz esperando a ser encontrado. Es en esos momentos de aceptación y claridad cuando realmente comenzamos a vivir de verdad.
Y así, al reenfocar mi vida, dejé de luchar contra el inmutable y empecé a abrazar lo posible, comprendiendo que la verdadera victoria está en seguir jugando mis propias olimpiadas.