Bajo la tumultuosa emoción del asombro, quedo feliz y alegremente conmocionado al leer al escritor británico Douglas Adams. Tras la experiencia lectora de Guía del autoestopista galáctico, (Anagrama, 1983) intento salir al mundo real con un argumento fiable. La ciencia ficción, posee una especial destreza a la hora de desintegrar todo el esquema de la racionalidad imperante y este suceso rompedor tiene una significación que, en no pocas ocasiones, olvidamos. Por eso, y por muchas otras memorables propuestas de desternillante imaginación, Douglas Adams es un fabricante del hermoso disparate, que funda otro mundo distinto al nuestro.
Guía del autoestopista galáctico es la primera entrega de una saga contada en cinco partes. El título atrapa nuestra atención por su carácter inusual, haciendo alusión a un libro de millones de páginas (la guía del autoestopista galáctico), y que aparece en esta obra de Douglas Adams, como un mapa del absurdo escrito para que cualquier autoestopista, perdido en el espacio sideral, pueda orientarse en un universo desconocido.
La Tierra es demolida. El objetivo de terminar con la vida sobre nuestro planeta, se sustenta en la idea llevar a cabo el megaproyecto de hacer una gigantesca autopista espacial de circunvalación. Como la vida misma. Esta demolición la ejecutan los Vogones, una raza de seres tremendamente feos, repugnantes y horrendos, que han descubierto los principios fundamentales de los viajes interestelares y que hacen cosas tan raras como emplear la poesía, que ellos mismos escriben (poesía vogona), para torturar a otros seres de la Tierra o de la galaxia sideral. El estallido final de nuestro querido y odiado planeta ocurre un jueves por la tarde. Se salva, milagrosamente, el último habitante del planeta Arthur Dent, con la formidable ayuda de Ford Prefect. Comienza entonces, el desarrollo descabellado de la aventura extraterrestre que nos cuenta este libro insólito. El momento más terrorífico, dentro del gran circo narrativo, es la caída de Arthur y Ford al negro vacío salpicado de diminutos puntos luminosos, increíblemente brillantes cuando son expulsados de la nave. Entra en juego la lectura crucial de la guía del autoestopista galáctico, con sus curiosas interpretaciones sobre cómo sobrevivir treinta segundos en el vacío absoluto del espacio, llenando de aire los pulmones o la atención que hay que prestar al hecho espantoso de que la probabilidad de que te recoja una nave, en esos treinta segundos últimos de vida, es de seiscientas setenta mil contra nueve, todo un remoto e improbable escenario de salvación que, felizmente, se da. Arthur y Ford son recogidos por una nave y continúa la sucesión de hilarantes episodios, repletos de una graciosa incoherencia que Douglas Adams escribe desde la más radiante libertad sin frenos.
Los personajes que aparecen en este extraño relato son singularmente inverosímiles, y cada uno ofrece una contribución crucial al gran teatro del absurdo. Tienen un marcado carácter excéntrico y estrambótico, necesario para crear el disparadero del humor casi frenético que nos propone Douglas Admas.
Algunos de estos personajes son Zaphod Beeblebrox, un presidente de La Galaxia, consumado estafador y que ha huido robando una nave y tiene como pareja a Trillian, otra humana perdida en el infinito del espacio. Marvin, un robot con severos trastornos mentales, Ford Prefect, que estuvo exiliado en la Tierra quince años para la realización de una misión pero que no es exactamente un humano, Arthur Dent, habitante de un pequeño pueblo de Inglaterra que se ve inmerso en un nuevo escenario vital, en el que nada se mide desde los criterios ordinarios de espacio y tiempo propios de un planeta Tierra ya extinguido.