El pasado fin de semana estuve en La Isleta. Hacía mucho que no me dejaba caer por allí, pero Silvia y Armando —después de mucho trashumar por diferentes rincones del mundo— decidieron hace unos años que ahí levantarían su proyecto de vida junto a Lorenzo y Alejandro. Se compraron una casa terrera, la reformaron y ahora disfrutan, felices los cuatro, de su decisión. Tocaba visitarles después varios intentos frustrados, pero antes de llegar a su nuevo hogar paseé por el parque del Castillo de La Luz, La Naval, Anzofé, Pérez Muñoz, Artemi Semidán y Tauro. La caminata fortaleció mi amor por los barrios de Las Palmas de Gran Canaria, por su particular manera de ser —algo que hace singular a esta ciudad—, pero sobre todo me generó una duda: ¿qué hacen las administraciones públicas de nuestras Islas para que el desarrollo urbanístico germine con cierto orden, con algo de armonía, para que vivir en el Archipiélago sea posible?
La visita me permitió constatar que La Isleta, como otros barrios de la capital grancanaria, se transforma a través de los bienes inmobiliarios. En La Naval, donde antes había una casa terrera, ahora se levanta una promoción de la que pueden salir 10 pisos en un edificio de cinco plantas. En Tauro, en menos de 50 metros de calle, varios operarios reformaban tres viviendas —actividad que se repite en diferentes zonas de todo el barrio—. Y en Artemi Semidán, donde antes podían vivir varias familias, ahora dan rendimiento económico diferentes apartamentos explotados bajo el régimen de alquiler vacacional. Esa es la realidad que marca el mercado y, pese algunas ideas y diatribas cerriles, no hay nada malo en ello. Unos invierten su dinero para luego ganar más, otros emplean sus ahorros para crear un hogar y algunos escapan de su día a día para disfrutar de unos días de vacaciones. Todo bien.
Los problemas surgen, como casi siempre, cuando no hay orden. O cuando sólo se proyecta a corto plazo —y lo que venga después se resuelve con un patadón pa’lante y ya se verá qué pasa luego—. No es una cuestión de que el mercado se desmadre; es que no hay nadie al volante. Es ahí donde el desarrollo urbanístico, aplicado por las administraciones públicas, debería imperar para garantizar que todas las opciones tienen encaje en Las Palmas de Gran Canaria, una ciudad que presume de ser una metrópoli agradable, abierta a todo el mundo y cosmopolita.
Impuestos, tasas, permisos
El promotor que levanta un edificio de varias plantas en La Naval obtiene una licencia y paga tasas al ayuntamiento. ¿Es correcto, no? La familia que compra una vieja casa terrera en la calle Tauro debe abonar a Hacienda el Impuesto de Transmisión Patrimonial (ITP) además del IGIC. ¿Así funciona, verdad? Y los propietarios que convierten sus inmuebles de la calle Artemi Semidán en un complejo para alquileres vacacionales piden permiso al Cabildo y tributan por el rendimiento de esa actividad. ¿Todo en orden, no?
Si para recaudar impuestos las administraciones funcionan con la precisión de un viejo reloj suizo, ¿por qué no son igual de eficaces para ejecutar el desarrollo urbanístico de una ciudad como Las Palmas de Gran Canaria? ¿Por qué empieza a ser misión imposible vivir en barrios como La Isleta o Guanarteme?
Me explico: si antes, en una parcela de La Isleta, vivía una familia y ahora, al levantar un edificio con diez o más pisos, ese número se multiplica de manera exponencial, ¿alguien en Sanidad ha calibrado la posibilidad de dotar al centro de salud de la zona con más médicos de atención primaria? ¿Se ha evaluado en el SCS, como opción, levantar otro ambulatorio si la población del barrio crece de manera considerable? Y en Educación, ¿se ha contabilizado el número de plazas que hay en los colegios públicos y se ha proyectado el número de niños que pueden vivir en el barrio dentro de una década?
Una cuestión de gestión
¿Algún funcionario del Cabildo de Gran Canaria ha contabilizado el número de casas que se explotan en alquiler vacacional y el número total de viviendas que hay entre Las Coloradas y el Parque Santa Catalina? ¿Cuál es el porcentaje de unas y de otras? ¿Existe la posibilidad de fijar un número máximo por manzanas o calles para que los vecinos no acaben devorados por la especulación? Esa actividad, ¿qué cantidad de residuos genera? ¿Los promotores pagan por alguna tasa por la recogida de esa basura?
Y en el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, ¿algún concejal o técnico ha calculado cuántas guaguas públicas harían falta si todos los proyectos inmobiliarios que se levantan en La Isleta se venden y su población sube de manera notable? ¿Alguien tiene una idea para que el istmo deje de ser una ratonera en cuestión de movilidad? A cuanta más gente, más basura. ¿El Servicio de Limpieza de este municipio volverá a vaciar los contenedores los fines de semana?
Ante todas estas preguntas, me reafirmo en una idea tras ese paseo por La Isleta. El problema no es la gente que pueda venir de fuera, el mercado inmobiliario —en otro momento hablaremos de los planes de vivienda pública de las últimas cuatro décadas— o el alquiler vacacional; la dificultad es dar con alguna administración pública que gestione como un buen jugador de ajedrez: mirando más allá del siguiente movimiento.