Sacar fuerzas de flaqueza para huir del oportunismo político, es un acto heroico en tiempos de combates estériles por una verdad ideológica que ya no existe. Correr para luchar contra el olvido, tal vez sea la mejor forma de dignificar la memoria de los grandes sacrificados de la historia.
El martirio inimaginable de Domingo López Torres en la prisión de Fyffes (antiguo almacén de plátanos) es tan inasumible como la memoria de mi abuelo, soldado del bando nacional que no era más que un chico de 22 años asustado, con una escopeta en las manos y HERMANO generacional del socialista y poeta Domingo López Torres. La guerra entre hermanos de un mismo país debería estar finalmente prohibida por algún poder todavía no inventado. Habría que blindar el derecho a la paz, aunque este planeta existiera como el absurdo que es, durante siglos y siglos.
El socialismo y el cristianismo son las dos orillas espirituales en las que siento real mi simpatía por el mundo, renaciendo como ser humano completo. Pero tanto el socialismo como el cristianismo forman parte de una larga y aberrante historia llena de odios encontrados, cuando ambos idearios deberían, en esencia, estar muy lejos de sus moralmente esperpénticos intereses de otra índole, relacionada con detestables élites y juegos de poder que no parecen tener intención de abandonar su asquerosa red de alcantarillado sin depurar.
Domingo López Torres fue un socialista de Santa Cruz, un chico de mirada triste, algo tímido, poeta y ensayista que vivió el fragor de los años 30 del siglo pasado, en el que las fuerzas vivas de la cultura y el arte de Tenerife se desplazaron hacia Santa Cruz, en detrimento de La Laguna, que iba perdiendo influencia. El florecimiento cultural vinculado al auge de una burguesía mercantil, que se instala en las capitales de provincia con puerto de mar. En esta nueva realidad, que aspira acabar con el provincianismo para desarrollar otras actividades propias de la vida urbana, surgen unos jóvenes entre los que se encontraba Domingo López Torres, el benjamín de un grupo compuesto por figuras trascendentales como su tocayo Domingo Pérez Minik, Pedro García Cabrera o Eduardo Westerdhal, entre otros. Jóvenes hechos a sí mismos, autodidactas y utópicos, geniales en su desparpajo y en su forma de contestación social profundamente argumentada, bajo unos presupuestos intelectuales de alta vanguardia. Ellos estaban solos en medio de las dunas interminables de un desierto de ignorancia, y son parte de una historia cultural que siempre luchó contra el olvido.
Domingo López Torres fue un poeta y ensayista que nació en la bella ciudad de Santa Cruz de Tenerife en 1910, siendo asesinado el 2 de febrero de 1937. Era invierno, el mar de Canarias es Atlántico puro, frío y profundo, y entre Tenerife y Gran Canaria y desde un barco prisión, arrojaron a Domingo al mar. Lo ataron de pies y manos y lo metieron en un saco. Lo lanzaron vivo al fondo del océano. Domingo quedó en el olvido del silencio, en el fondo del mar en el que solo hay nada hecha de oscuridad y peces. Antes de esta espeluznante brutalidad, Domingo escribió en su reclusión como prisionero en Fyffes una pequeña obra poética Lo imprevisto,que da inicio al final de su vida desde una perspectiva de confinamiento emocional. Lo imprevisto y sus versos que sobrecogen: que profundo correr por mares de silencio, como imaginando la inmediatez de su muerte y el mito de su figura eterna y dispersa, en el conjunto de una obra, la suya, que tanto ha costado reunir tras varias décadas desde la desaparición del poeta. Hay una angustia de cristal en su escritura de prisionero acechado por el constante sudor frío del matadero, y unas ilustraciones de esencia surrealista que acompañan a los versos de Lo imprevisto. Las ilustraciones son de Luis Ortiz Rosales, compañero de presidio, surrealista y falangista, asesinado como Domingo, durante la guerra civil.