Aida González Rossi

Opinión

Construirnos

Escritora y periodista especializada en Estudios de Género

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Hace un par de años, escribí un cuento sobre ser un edificio. Ser un edificio. Hecho de tongas de ladrillos. Un pegoste estregado por las rajas para que no te caigas. Gente durmiéndote dentro. Ronquidos. Peleas por vasos rotos o bolas de pelos que, aunque cayeron lenta y grácilmente, fuerte asco dan. Uñas arañando el gotelé, o yemas de dedos apretándose contra el gotelé, deseando, porque saben que tendrán que irse pronto, quedarse con ese tacto empegostado (para no caerse) para siempre. Una gota de saliva colgando de una antena: en el cuento, la persona que era un edificio se asumía de esa forma, no se preguntaba por qué, ni cómo, ni qué querían cuando le hicieron esa escalera empinada en la que tantos labios se han abierto como cáscaras de plátano; no examinaba su arquitectura, solo analizaba lo muchísimo que le molestaban los cuerpos. Que tenía dentro del cuerpo. Apiñados en la barriga. Alongados al balcón del ombligo, y haciendo fiestas. Salvajísimas sin que se les pudiera frenar; me parece ahora, un par de años más tarde, que aquella incomodidad distraía al personaje de la verdadera metáfora del cuento: ¿y estos ladrillos, si los aprieto, se desgorrifarán?

Si yo fuera un edificio. No sé si sería un edificio hermoso. Sé que intentaría decorarme. Un póster. Una mata en la ventana esta de aquí. Pero no soy un edificio. Y mis ladrillos, sin embargo:

Pienso mucho en esto últimamente. ¿Cómo estoy construida? ¿Qué cosas me coloqué hace tiempo, me dejé hasta qué acumularon polvo y empezaron a parecer fundidas con el suelo? ¿Qué azulejos de mi suelo podría, si me cortara las uñas al ras y pudiera tirar lo suficiente, arrancar de cuajo? ¿Qué malas palabras me hicieron enroscarme un fisco y no desenroscarme nunca; qué besos estoy besando todavía? Una de las virtudes que me ha aportado crecer es ser capaz de racionalizar las cosas que antes me parecían climas cerrados, ecosistemas, cuartos que, por haberlos frecuentado tanto, me parece inconcebible poder dejar: notar más mi olor que el olor de las paredes. Me doy cuenta de que muchas de las ramas de mi carácter que me hacen sufrir sin adaptaciones, comportamientos aprendidos en situaciones en las que tuve que sobrevivir. En situaciones, incluso, a las que simplemente sobreviví: no había peligro, pero hubo algún cambio (el oso a la adolescencia, por ejemplo) y, como no sabía qué hacer, tuve que quedarme con mis respuestas intuitivas a los estímulos. Supongo que esos son los ladrillos. Inamovibles, pero ¿si los echamos un pelín para dentro con nuestro dedo más fuerte? ¿Si día a día los vamos rascando? ¿Si somos conscientes de que vivir es irse moldeando y cuidamos los golpes de martillo que recibimos? ¿Asumimos que todo tiene una estela: la marca de su peso en nuestra superficie vulnerable?

Saber que tenemos ladrillos, saber que los ladrillos se van sumando y nos forman y nos dan estructura y no son nunca, aunque nos lo parezca por costumbre, fijos ni inevitables, significa entender que debemos respetar y cuidar nuestra construcción. También, por lo tanto, las construcciones de las otras personas: esta es una de las muchas cosas que da importancia a la ternura. No a la ternura como algo que surge entre dos cuerpos y se deja suceder: a la ternura como práctica, como esfuerzo y ejercicio, como refugio que nos posibilita edificar (repito metáfora conscientemente) espacios seguros en los que vivir. Crecer siempre, y crecer bien: ternura en la intimidad y también ternura en los espacios públicos, ternura como consciencia. Muchos de mis ladrillos, los que más picudos me han parecido siempre, vienen de la falta de eso. Sacárselos es complicado. No tenerlos habría sido sencillo. No sé, eso me parece ahora, dándome golpes para ver si resueno: toda la vida centrada en los chillidos de la gente que me vive dentro. Y nunca preguntándome si podrían estar más cómodas.

Toda la vida intentando sobrevivir a cosas que deberían ser fáciles; bastantes ladrillos rotos nos vienen ya dados; la ternura hacia mí misma también es: sé percibir qué me hace daño y alejarlo, sé que merezco hacerlo y sé que estoy hecha de ladrillos. Ladrillo a ladrillo. Y, para no caerme, debo intentar hacerlos encajar.