Las negociaciones para que Pedro Sánchez vuelva a ser investido presidente del Gobierno de España han reabierto un debate que, cada cierto tiempo, sacude el país: la revisión de la Constitución de 1978. Ha sido, en esta ocasión, Íñigo Urkullu el que ha puesto el foco sobre el asunto. El lehendakari ha pedido un pacto territorial para reinterpretar el ordenamiento del país: más autogobierno, un modelo de España plurinacional o capacidad para decidir —de forma pactada con el Estado— para el País Vasco, Cataluña o Galicia.
La propuesta de Urkullu, en Canarias, ha encontrado una respuesta más moderada. Fernando Clavijo, presidente del Ejecutivo regional y líder de Coalición Canaria (CC), se mostró más proclive a afrontar una reforma de la Constitución que a su reinterpretación, una declaración que atajaba el pequeño incendio provocado por la propia organización nacionalista al mentar la posibilidad de aprovechar la ocasión para convertir al Archipiélago en un Estado Libre Asociado.
Hablar de la reforma —o reinterpretación— de la Constitución siempre resulta fascinante porque despereza y agita un país que, durante los últimos 45 años, ha madurado lo suficiente —más de lo que piensan algunos dentro de la M-30— como para afrontar algunos cambios sin necesidad de tener que temer una asonada. Ahí están los resultados del 23J y no hay, nos guste o no, mejor fotografía de España que esa.
Ruta migratoria
La cuestión de la reinterpretación —o reforma— de la Constitución, sin embargo, se convierte en un asunto accesorio cuando la realidad, testaruda, nos pone a todos frente a problemas reales e inmediatos —de los que no tienen tiempo para un debate o una convención territorial—. Uno de esos desafíos es la inmigración a través de la ruta canaria. Sólo este último fin de semana, justo cuando los alisios empiezan a soplar con menos fuerza y la calma domina al mar, arribaron en el Archipiélago 1.121 personas procedentes de África. Alcanzaron las Islas en cayucos, pateras y embarcaciones de mala muerte a Lanzarote, Gran Canaria, Tenerife y El Hierro —totalmente colapsada al no disponer ya de capacidad para albergar a todos los migrantes que alcanzaron sus costas—.
Hagan ahora conmigo un ejercicio de ficción. Imaginen que esas 1.121 personas hubieran llegado a Madrid, Barcelona, Bilbao o Santiago de Compostela durante los últimos días. Visualicen a un grupo de subsaharianos que, de repente, se planta en la Puerta del Sol; otro que accede a la Diagonal; uno que acaba en la Plaza del Obradoiro; y un cuarto ingresa en el Guggenheim. ¿Cuál hubiera sido la respuesta de los gobiernos autonómicos de Madrid, Cataluña, Galicia y País Vasco? La respuesta va cargada de lógica: solicitar ayuda al Estado. Pero, ¿cuál habría sido la reacción de La Moncloa? ¿Sería la misma que recibe Canarias, llena de indiferencia desde ministerios como el de Interior o Exteriores?
Me temo que no, que la intervención del Gobierno de España sería la adecuada para afrontar una crisis así. Como también sospecho que Canarias, ante este problema, está sola. Mi recelo no es nuevo, viene de lejos. De la última, de la penúltima y de la antepenúltima crisis migratoria. La Unión Europea y el Estado repiten en nuestras Islas la estrategia de mantener el conflicto lejos del continente, como ya ocurrió en Lesbos o Lampedusa.
15 diputados canarios
En este contexto, estaría bien recordar que, además de Cristina Valido (Coalición Canaria), en el Congreso hay 14 diputados más del Archipiélago, elegidos por los hombres y las mujeres de las Islas. Ante esta realidad que traza la inmigración en la ruta canaria, deberán retratarse. Todos. Sin excepción. Y sólo tendrán dos salidas: asumir que son unos simples sucursalistas de sus organizaciones con sede en Madrid o la obediencia a Canarias.
Todo lo que no sea defender a Canaria será certificar que en España hay, según su lugar de nacimiento o residencia, ciudadanos de primera, segunda y tercera. Y frente a eso, más allá de reformar o reinterpretar la Constitución de 1978, sería suficiente —de entrada— cumplir con los dos puntos del artículo 138 de la propia Carta Magna: el Estado garantiza la realización efectiva del principio de solidaridad consagrado en el artículo 2 de la Constitución, velando por el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español, y atendiendo en particular a las circunstancias del hecho insular; y las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales.
No hay más: es el principio de solidaridad. Se quiere o no se quiere. Lo demás, milongas.