Después de más de 700 días con el uso de las mascarillas, nos hacemos muchas preguntas.
¿Nos hubiéramos imaginado alguna vez —cualquiera de nosotros— con mascarilla? ¿Alguna vez? Creo que nunca.
¿Qué pensábamos cuando observábamos a los orientales con la mascarilla de rigor? Sentíamos algo así como extrañeza mezclada con el pensamiento de “mira a estos cómo van…”.
Tuvimos que aprender rápido sobre los diferentes tipos que salían al mercado: que si FP2, quirúrgica, de tela, EPI, de pantalla, de doble tela y hasta pasamontañas, transparente y, muy importante, “que mejor dos mascarillas, porque una era poco para viajar”.
Hacíamos bromas para relativizar el drama que teníamos encima, en medio de una situación llena de incertidumbre.
También surgieron modas: mascarillas institucionales, de nuestro equipo de siempre, de tu empresa, mascarillas de lo más originales, a cuadros, a juego con la corbata o con el bolso…
El virus nos atacaba, pero la mascarilla tenía que ir a juego con el vestido, la corbata o el bolso. ¡El estilismo que no tiene límites!
Surgieron muchos temores. Acostarte y saber que al día siguiente te esperaba un viaje de trabajo, un Tenerife-Madrid y que desde el taxi al hotel de destino no se podía respirar a nuestras anchas. ¡Algunos abortaron viajes! Mascarillas que atrapaban nuestro aliento, el poco que pudiéramos tener en ese instante.
Hubo momentos de despiste. Pensando en otras situaciones que nos preocupaban en ese instante, despistados totalmente, sin la mascarilla puesta. Mientras la gente no dejaba de clavarte la vista con miradas acusadoras, te dabas cuentas, bajabas la cabeza y te ponías la mascarilla.
Te preparabas, salías precipitado al trabajo pensando en las reuniones de ese día de trabajo y pensabas desorientado: “Me falta algo”. Revisas, buscas, las gafas, la cartera, las llaves…, todo estaba bien, pero faltaba la mascarilla. Para arriba a buscarla.
Gestos que te indicaban que te pusieras la mascarilla a la entrada del cine o del centro comercial. Inconsciente estabas cometiendo un delito, poco menos.
Marcas en la nariz, alergias, marcas bajo los ojos como cicatrices de lo que afuera nos amenazaba, aquellos sudores insoportables…
Un señor me dijo un día, llamándome la atención: “¡Ponte el barbijo!”. Yo lo miré sorprendido. Lo que quería decir era “ponte la mascarilla”, pero usó el nombre utilizado para nombrar a la mascarilla en Argentina.
Aquellas confusiones… “¡Por Dios, no te había reconocido con la mascarilla!” (puede que sí o que no, nunca lo sabremos). Ahora ya más de broma decimos: “¡Caramba, no te había reconocido sin la mascarilla!”.
Mascarillas solitarias, también, tiradas en la calle, en la playa, en el momento de subir a una guagua; algunas, solo algunas, parecían nuevas, pero se deslizaron desde un bolsillo. Pero ahí estaban, pisoteadas.
Niños con meriendas, mochilas y esas mascarillas que no dejaban espacio para coger el bocadillo de Nocilla y reponer fuerzas.
Coleccionistas de mascarillas… De lunares, con un perenquén, un Snoopy, la bandera de España o de Canarias. Las había con sonrisa incorporada, aunque por dentro tu estado de ánimo fuera otro. Mascarillas con cordones a modo de gafas de vista.
“¡Déjame por favor una mascarilla, que no la encuentro!”. Por desgracia, estafas a cuenta de las mascarillas… Se verán muchos capítulos sobre esto. Y no nos podemos olvidar de los ahorradores de mascarillas, que le daban un lavado y como nueva.
El pasado viernes estuve en el Estadio Heliodoro Rodríguez López, presenciando el Tenerife-Huesca y fue un alivio. En esta ocasión solo sentía los nervios por el resultado, para que mi Tenerife ganara, ya no sentía lo incómodo que era respirar con mascarilla y encima con nervios.
En definitiva, mascarillas: algunas ya son recuerdos de coleccionistas, de sufridos usuarios y de la humanidad entera.
A ti, que tanto nos has acompañado, mascarilla, solo puedo decirte que jamás te olvidaremos. Te damos las gracias por protegernos de aquello que nunca fuimos capaces de imaginarnos.