Las sombras casi siempre pasan de largo. No nos fijamos en ellas. Ni siquiera la nuestra es reseñable para nuestra mirada cuando caminamos despistados por las calles. Pero en las ciudades que habitamos también se mueven las sombras todo el tiempo. Uno las descubre cuando saca una fotografía, como esa foto de las palmeras que están en la Plaza de Santa Ana. La fachada de la Catedral es importante, la calle es importante, las propias palmeras también importan y son las que le dan nombre a la ciudad; pero lo que fija mi mirada es la sombra, porque uno no sabe nunca dónde acaba, a dónde va, ni qué misterios oculta cuando nos alejamos creyendo que no tiene ninguna importancia.
Las sombras podrían contarnos mejor que las palabras, pero casi no nos fijamos en ellas, como tampoco nos fijamos muchas veces en nuestros propios pasos. Tampoco vemos las otras caras de la ciudad, ni somos capaces de entender la vida que se oculta detrás de muchos ojos que vemos un segundo o en cualquier casa habitada en la que hay un acontecimiento, porque toda vida es un acontecimiento, a veces cotidiano y otras inolvidable en las pequeñas cosas que sólo importan a quienes las reconocen entre sus pequeños naufragios.
Uno puede salir a la calle y encontrar una ciudad nueva cada vez que recorre las mismas aceras o se asoma a los mismos bulevares. Las Palmas de Gran Canaria nos enseña todo eso en sus costas, en la orilla que se cree eterna y que luego borra la marea como borra la noche los pasos diurnos que creíamos perdurables. Y no hay nada tan poético como una sombra que moja el agua del océano y que se queda flotando, jugando muchas veces con los reflejos del sol como si se realmente se eternizara en el salitre o entre la revoltura de las aguas.
Hace tres años sólo quedaron en la calle estas sombras que ahora no miramos. Cuando podías salir, únicamente veías un espacio deshabitado con todos sus reflejos intactos, sin coches que pasaran, sin gente que corriera de un lado para otro, y sin el ruido que tanto distrae la mirada. La sombra de esas palmeras, si no les da por talarlas cualquier malhadada mañana, debería ser una cura de humildad diaria para nuestros pasos. Seguirán estando cuando nos vayamos un tiempo o cuando partamos para siempre, posiblemente siguiendo el rastro etéreo de esa otra sombra fiel que nos acompaña. No había nadie por esa calle cuando saqué esa foto, pero sí estaba la plaza de Santa Ana llena de turistas y de gente que iba de un lado para otro pendiente de sus pantallas o de sus horarios. Vegueta es en estos días un reguero de turistas que también desaparecieron hace tres años. Me gusta unirme a ellos de vez en cuando y descubrir la ciudad como si la viera por vez primera para reconocer sus sombras, sus misterios y también sus cicatrices, toda esa dejadez en su limpieza y en el cuidado de unas fachadas que sólo redescubrimos cuando la miramos como si fuéramos nosotros esos turistas que jamás pasan de largo por ninguna parte.