El espejo de Martín Chirino

Las Palmas de Gran Canaria tiene la suerte de reavivar y de revivir a Chirino en el Castillo de La Luz

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Los bailarines interpretando la coreografía creada por Antonio Ruz en la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino
Los bailarines interpretando la coreografía creada por Antonio Ruz en la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino

Una espiral no termina en ninguna parte. Por un lado queda abierta al infinito y por el otro se cierra en un punto que se asemeja el origen y que, probablemente, como la propia vida, no sea más que el misterio de la materia, el nacimiento de una estela efímera y eterna al mismo tiempo, la culminación de todos nuestros delirios. Los que miramos el mar sabemos de esas ondas que no terminan en ninguna parte. El escultor Martín Chirino miraba mucho el océano, incluso desde lugares donde no se veía, siempre mantenía la línea del horizonte en su mirada, y con ella las espirales que ya dibujaban los antiguos canarios en sus pintaderas o cuando enterraban a muchos de sus muertos. La espiral es un misterio que sólo se puede entender cuando se le intenta dar forma. Eso fue lo que hizo Chirino buena parte de su vida, desde el silencio y la observación, desde el fuego de una fragua o en cada golpe que iba modelando el metal antes de que se confundiera con el viento o con un espacio en el que tomara la palabra del tiempo y del silencio.

Las Palmas de Gran Canaria tiene la suerte de reavivar y de revivir a Chirino en el Castillo de La Luz. Ese fue el lugar que eligió Martín para que quedara buena parte de su obra. Sus restos también eligieron estar cerca del mar, en el cementerio de Vegueta, junto a su admirado Alfredo Kraus. Hace unos días, Jesús María Castaño, director de la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino, programó un acto en el que las obras del escultor grancanario seguían la estela de sus propias sombras a través de los bailarines de la compañía de Antonio Ruz. Las coreografías de Ruz, improvisando formas entre las espirales de Chirino, nos invitaban a entender que ninguna obra de arte termina en la materia si lleva trazada el alma de quien la creó y de quien fue dejando pistas de sí mismo en cada golpe del cincel y del martillo. 

Chirino es un referente universal del arte, y escribo universal por su condición de viajero y de buscador de horizontes sin perder nunca de vista la mirada Atlántica de la playa de Las Canteras de su infancia. El otro día me contaba Marta Chirino cómo el azar y la serendipia, que siempre alumbra el arte, tuvieron mucho que ver con el futuro encuentro del artista con sus espirales. No lo tuvo fácil su padre. Ninguno de aquellos viajeros que se subieron a un barco con destino a Vigo lo tuvo fácil, y cada uno de ellos logró lo que buscaba, salir de la grisura y de la claustrofobia de una isla que no tenía nada que ver con esta isla que ahora habitamos. Manuel Millares, Elvireta Escobio, Manuel Padorno, Josefina Betancor, Alejandro Reino y Martín Chirino eran jóvenes que persiguieron un sueño dejando atrás la casa y todo lo  peligroso y acomodaticio que ofrecen las islas si no las dejas un tiempo para luego volver y saber reinterpretarlas. Marta me contaba la anécdota de Vigo, cuando recién llegados apenas tenían para comprar un bocadillo; pero lo que realmente me llamó la atención de lo que me contaba de su padre fue lo del espejo roto, ese suceso que, siendo de mal fario y de años de mala suerte, le regaló a Chirino la gloria y la aventura interminable del arte.

Martín Chirino era un joven que trabajaba malamente, casi de sol a sol, en una cristalería de la capital grancanaria. No se decidía del todo a emprender el viaje que cambiaría su destino, pero en uno de esos días en los que el azar se empeña en quebrarlo todo, cuando lo que realmente hace es ir arreglando lo bueno que regalará luego, a Chirino se le rompió un espejo en uno de los traslados a domicilio que realizaba para la Cristalería. Esa frustración del rompimiento y el enfado de los patrones del negocio hizo que decidiera, en un acto de rebeldía contra ese destino que le hubiera dejado llevando cristales de un lado para otro, subirse en el barco y tratar de cambiar el trazo de su existencia. Ya luego vino el trabajo, la resistencia, el sacrificio y la fe ciega en un talento que siempre quiso buscar un poco más allá de sus propios horizontes. Todo eso ya lo había aprendido desde la orilla, sabiendo que el océano es proteico y que hay una forma diferente, un color distinto y una nueva epifanía si se sabe buscar donde casi todos los demás ven siempre lo mismo. Chirino volvió a Gran Canaria, pero trajo consigo la mirada universal de los viajeros que atisban la espiral interminable e infinita de la utopía. La encontramos en su obra. En el Castillo de La Luz. Delante de la marea y de los barcos que siguen entrando y saliendo de la isla.


 

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