Don Pedro Infinito y todos los que le siguieron

Galdós los echó a andar por Madrid y por los libros sin saber que terminarían llegando casi a las mismas puertas del lugar en el que él había nacido.

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 Imagen de la calle Don Pedro Infinito el pasado 23 de febrero de 2023
Imagen de la calle Don Pedro Infinito el pasado 23 de febrero de 2023

Hay calles que tienen don y que forman parte de la memoria de los que ni siquiera las han pisado. Eso sucede con Don Pedro Infinito, aunque el don se olvide casi siempre. Muchas referencias de Las Palmas de Gran Canaria están unidas a esta espina dorsal del barrio de Schamann. Uno recuerda todos los anuncios de la radio en los que sonaba esta calle que hace años, antes de la aparición de los centros comerciales, acogía a numerosos negocios emblemáticos de la capital. Ahora Don Pedro Infinito tiene poco que ver con el bullicio y el trasiego de los setenta o de los ochenta del siglo pasado; pero cuando caminas por ella te das cuenta de que conserva una personalidad distinta a otras calles, aunque las tiendas se hayan vuelto asiáticas o franquicias sin esencia de barrio. Su paisanaje también ha cambiado. Queda mucha gente mayor, jubilados que pasean despacio por las aceras y que se cruzan con el mestizaje de una ciudad que mira al siglo XXI con el mismo cosmopolitismo que nos enseñó la llegada del Muelle de La Luz en los albores del XX. Esta ciudad es portuaria también en las zonas alejadas de la costa, variopinta, con algo de bazar improvisado y con calles que se van trazando como un Macondo que hubiera que inventar cada dos por tres para no extraviarnos.

Todas las calles de esa zona de Schamann llevan nombres de personajes de Benito Pérez Galdós. Uno imagina a Galdós en su mesa de trabajo creando a Mariucha o a Don Pío Coronado sin poder imaginar que cien años después serían los nombres que asociaría mucha gente con su pasado, con sus familias o con sus sueños. Una ciudad que iguala a los personajes y a las personas se convierte en algo más que en una sucesión de aceras, pasos de peatones y portales. Cuando Galdós los veía nacer en su cabeza, esas calles eran campos de cultivo o eriales que tampoco sabían nada del trazado urbano que les esperaba. Tampoco intuían esas calles y esos personajes que los extrarradios se iban a extender tanto que ya casi no sabemos dónde termina la ciudad y empieza el campo, como tampoco sabemos a veces si son más ciertos algunos personajes que los propios escritores que los crearon. 

Yo recuerdo venir a una casa de una tía materna que vivía en una casa terrera de la calle Doña Perfecta, un nombre eufónico que siempre nos resultaba curioso mucho antes de leer a Galdós. En aquellas visitas de mediados de los setenta, en las calles paralelas y transversales de Don Pedro Infinito había muchos niños jugando por todas partes. Pasaba lo mismo en los pueblos que ahora visitamos sin algarabías infantiles y sin carreras alocadas que nos atropellen en las esquinas. Recuerdo jugar al fútbol en alguna de esas calles, y una cosa que me llamaba la atención del Schamann de aquellos años era la cantidad de veces que se metían los balones debajo de los coches y el arte que tenían mis primos y sus amigos para liberarlos y seguir jugando diez contra diez, o siete con siete, sin más reglas que el camino de ese balón, que pocas veces era de reglamento, y sus azarosas andanzas. Ahora sería impensable uno de esos partidos, casi no se ven niños en las calles y los coches se terminaron convirtiendo en los reyes de la ciudad que fuimos improvisando.

Algunas calles traseras de Don Pedro Infinito también se han terminado pareciendo a muchas zonas de Queens, en Nueva York, o de Bravo Murillo, en Madrid, por el bullicio de la música salsera, la bachata o el son caribeño que se escucha en muchas casas y en los bares que han cambiando de decorados y de dueños. El camino es ahora de vuelta, y seguro que muchos de los que viven en Schamann son hijos o nietos de quienes salieron en los sesenta y en los setenta hacia Venezuela. Las ciudades se escriben con esos encuentros de culturas, como cuando llegaban los primeros habitantes de los pueblos de la isla trayendo el santoral, el deje o el jeito de Moya, Valsequillo o Agaete. Ahora ese eco de voces y de nombres se cruza con Colombia, Venezuela o República Domicana y, a su vez, se encuentra con la presencia asiática que marca buena parte de la vida comercial de un barrio que aún sigue guardando la esencia reconocible de otros tiempos. Uno a veces está tentado de agacharse en alguno de los coches aparcados en Tormento, Tristana o Marianela para ver si encuentra algún balón de aquellos que conocieron nuestros chutes improvisando sueños futboleros; pero a veces también dan ganas de buscar a Benina al final de la calle Misericordia o de comprobar si finalmente Alejandro Miquis, un remedo del Galdós joven que se soñaba dramaturgo, camina por la novela de la vida siguiendo la senda de la calle Doctor Centeno. Galdós los echó a andar por Madrid y por los libros sin saber que, en sus caminos quijotescos y noveleros, terminarían llegando casi a las mismas puertas del lugar en el que él había nacido mucho antes de que aparecieran ellos.